Golpistas astutos y golpistas lerdos

JUAN CARLOS GIRAUTA-EL DEBATE
  • Los socialistas optan por mantener una vigencia formal de la norma suprema mientras tuercen su sentido o, incluso, lo invierten
Pese a la nitidez de las palabras del Rey, el PSOE se muestra encantado. A la gente normal esto le asombra; la razón está en la dificultad de comprender el cinismo de los socialistas en toda su magnitud. Hay otra razón que no solo engaña a la gente normal sino también a una peña bastante rarita, los separatas catalanes: la modalidad escogida por el Gobierno para su golpe de Estado. Es decir, la transformación profunda del sistema, incluidos los fundamentos y la letra de la Constitución, sin reformarla. Siendo imposible alcanzar ninguna de las mayorías reforzadas que ello exigiría –tres quintos o dos tercios, según lo reformado–, los socialistas optan por mantener una vigencia formal de la norma suprema mientras tuercen su sentido o, incluso, lo invierten.
Por eso dicen sentirse avalados por el Rey, sin reírse ni nada, insistiendo en que la ley de amnistía (mascarón de proa del autogolpe) se guía por la Constitución. Esta farsa se puede perpetrar tantas veces como haga falta gracias al uso alternativo del Derecho y al abuso del constructivismo jurídico, un exceso de juristas tahúres típico del momento presente y de la actual mayoría del TC. Explicarlo nos ocuparía demasiado espacio, pueden encontrarlo fácilmente en Google. Les recomiendo la pieza que al respecto publicó Manuel Aragón en El Mundo el pasado 20 de septiembre, de la que extraigo dos citas. La primera anuencia lo que viene: «La Constitución dejaría de ser norma jurídica con fuerza de obligar, perdiendo la condición esencial de todo Derecho: garantizar la seguridad jurídica». La segunda es una precisión técnica: «No puede hablarse de constructivismo jurídico cuando lo que se pretendiera realizar es un falseamiento de la Constitución». Pues eso es lo que piensa hacer el PSOE valiéndose de Conde Pumpido: consumar su golpe sin renegar formalmente de la Constitución.
Menos arteros, aunque más golpistas aún, los separatas catalanes no tienen bastante con que les proporcionen una soberanía de hecho, fiscalidad propia y única, pomposa representación oficial internacional, sustracción de las leyes (empezando por el Código Penal) y un referéndum de autodeterminación. Mentecatos como son, Puigdemont y Junqueras (este último arrastrado a una competición por el premio al más antiespañol del siglo), un prófugo enajenado y un delincuente a punto de dejar de serlo por voluntad de Sánchez, requieren más: exigen que todas estas quiebras de la ley sean explícitas. Quieren juzgar públicamente a los jueces que les juzgaron, quieren insultarlos, quieren que la violación en manada de la Constitución sea ritualmente celebrada, que se abomine públicamente de la Superley; que, cuando el Rey la defienda, el nuevo Frente Popular lo desautorice de mala manera. Que cuando se pronuncie sobre la unidad de España que él mismo simboliza, el Gobierno Sánchez, que trabaja contra esa unidad, lo proclame a los cuatro vientos: «¡Estamos rompiendo España! ¡Ja, ja ja!» O sea, son tontos de remate. Por eso Sánchez se fía más de los herederos de la ETA que de los majaderos epígonos de Companys.