Ignacio Camacho
- «Aunque en el PSOE sanchista haya perdido su aura de referente interno, Felipe González está usando su enorme ascendiente político, institucional y mediático para tratar de cortocircuitar la alianza de Gobierno con Podemos… y la conexión venezolana apadrinada por Rodríguez Zapatero»
Mientras un significativo número de españoles siente nostalgia del felipismo sin haberlo votado, el partido al que aún pertenece González -«soy militante pero no simpatizante», dijo hace ya algunos años- le niega su respaldo ante los ataques radicales y en cierta medida parece avergonzarse de su antiguo liderazgo. Teniendo en cuenta que el expresidente apenas ha cambiado de posición, el significado de esta paradoja es que la sociedad y la política viven un drástico desplazamiento de sesgo binario. Y por supuesto, que el PSOE de Sánchez ha renunciado a su carácter integrador de mayorías sociales para acercarse a un modelo frentista y polarizador de una dialéctica de bandos que pulveriza cualquier espacio moderado. Es obvio que la melancolía retrofelipista contiene
un alto componente de idealización del pasado, pero también que representa la carencia actual de un proyecto de cauce amplio -«Felipe es de los pocos políticos que hablan para todo el país», le decía esta semana Emiliano García Page a Carlos Herrera-, o de una propuesta capaz de esperanzar a los ciudadanos que echan en falta una gobernanza comprometida con el sentido de Estado.
El sectarismo ha envilecido la política y el virus populista la arrastra al despeñadero del desencuentro. Muchos votantes del PP y de Vox ya no se reconocen en el Aznar que unificó a las tribus de la derecha y el centro, y buena parte de la base electoral socialista considera un trasto viejo -cuando no un traidor- al hombre que implantó el Estado de bienestar moderno. Las trincheras cavadas a conciencia por la izquierda desde la etapa zapaterista han destruido el principio fundacional de nuestra democracia, que es el consenso, para llevar a la nación al marco de ruptura civil que la Constitución evitó bajo la premisa esencial del acuerdo. Por eso los denuestos y el asedio parlamentario a González se suman hoy a la hostilidad indisimulada contra Felipe VI, símbolo y heredero del espíritu de concordia que hizo posible el acta de paz nacional tras décadas de enfrentamiento. Y ni uno ni otro han encontrado el amparo del Gobierno frente a la ofensiva extremista que pretende liquidar los restos del régimen del 78 para edificar uno nuevo a partir de una legitimidad republicana que implante la hegemonía de medio país sobre el otro medio. El ataque simultáneo a los dos Felipes encarna el espíritu cainita de este tiempo en el que Sánchez pretende reinar con un cesarismo personalista apuntalado por el activismo insurgente y resentido de Podemos.
En el caso del Rey, la hostilidad de los neocomunistas y de los nacionalismos necesita poca explicación de motivos. Simplemente se trata de la figura que personifica el régimen sometido a acoso con voluntad de derribo, y que en cuanto emblema de la unidad de la nación se ha mostrado como el más efectivo dique de contención ante el empuje del rupturismo. Como en los seis años de reinado ha hecho de la ejemplaridad pública un código de conducta estricto, el hostigamiento se centra en Don Juan Carlos aprovechando un posible resquicio en su inviolabilidad penal para poner en marcha una operación de desgaste político sin que el Gabinete sanchista haya hecho gran cosa para impedirlo. El campo de juego de la Corona se ha achicado bajo el mandato de este presidente que, además de tender a comportarse como un jefe de Estado más que como un primer ministro, es consciente de que los enemigos de la monarquía constitucional conforman el principal soporte de su poder ejecutivo.
Respecto a González, el asunto parece más complejo, pues aunque haya perdido su aura de referente en un partido vaciado de contrapesos internos, conserva un enorme ascendiente institucional, notable crédito de opinión pública y prestigio en los círculos europeos. Sánchez no puede hacerle desprecio sin comprometer una tradición y una memoria a las que el votante medio del PSOE aún guarda cierto respeto. Pero sabe muy bien que el antiguo mandatario está moviendo todos sus resortes de influencia -incluidos, ay, los mediáticos– para tratar de cortocircuitar la alianza con Podemos. Y sabe también que la verdadera clave de esos movimientos está en Venezuela, donde la conexión chavista de sus socios se ha extendido a través de los manejos poco explicados de José Luis Rodríguez Zapatero.
La intervención felipista en ese terreno pisa así un peligroso tejido de cables eléctricos. Porque ZP está ejerciendo, como él mismo admite, un ambiguo papel de interlocución y padrinazgo no oficial del Gobierno tanto en España, donde incluso ha hablado con dirigentes del PP, como en determinados países extranjeros. Y aun descontando que se arrogue funciones carentes de respaldo expreso, desarrolla una creciente actividad mediadora a favor de la autodenominada «Coalición de Progreso». Para Sánchez, la irrupción del soft power gonzalista en ese tablero entraña una grave incomodidad estratégica y para Iglesias, un contratiempo en su plan antisistémico. No es difícil colegir que el pacto entre ambos líderes quedaría en serios aprietos si salieran a plena luz documentos del chavismo -recuérdese el turbio Delcygate- que verificasen la existencia de ciertos sospechados patrocinios financieros. La solicitada comisión sobre el GAL es un amago para intimidar a González removiendo basura en su patio trasero.
Es el «Estado profundo», el «Deep State», lo que ha aparecido ante Sánchez. No en el sentido que Iglesias le atribuye para victimarse, el de una conspiración o un chantaje de la casta contra la legitimidad gubernamental, sino en el de una implicación activa de los representantes de la sociedad civil y de los agentes institucionales para canalizar la mayor crisis de la España contemporánea en un rumbo responsable. También Europa, sobre la que recaerá la factura del rescate con o sin condicionantes, tiene algo que decir y no desea que se repita un «caso Varoufakis». Sin embargo, no caben demasiadas expectativas; el poder político tiene autonomía suficiente para hacer que embarranque el intento de que el país no se practique a sí mismo un sabotaje. Y dada la contumaz intransigencia de los votantes de ambas facciones, quizá no haya nada ni nadie capaz de impedir que cuando una nación se empeña en fracasar, fracase.