Carlos Sánchez-El Confidencial

Nada nuevo bajo el sol. En Europa solo se discute de dinero. Se ha trazado, sin embargo, una frontera artificial. La condicionalidad está detrás de todas las decisiones de la UE

Es muy conocido que en política los eslóganes tienden a convertirse en una marca comercial, como la Coca-Cola o Apple. El lingüista Geoff Nunberg investigó en su día el origen de la expresión ‘New Deal’, la frase que marca la larga presidencia del segundo Roosevelt, y llegó a la conclusión de que todo había sido más fortuito de lo que se presume.

El redactor de los discursos de Franklin D. Roosevelt, Sam Rosenman, incluyó esa idea en la alocución que hizo el entonces candidato en el verano de 1932 durante la convención demócrata, en Chicago. «Os comprometo, me comprometo a mí mismo», dijo FDR, «a un nuevo acuerdo [‘new deal’] para el pueblo americano».

La frase pasó inicialmente inadvertida, ya que no pretendía ser un lema de campaña, hasta que un dibujante describió en una viñeta a un granjero pobre mirando desde lejos un avión que portaba una pancarta con la expresión ‘New Deal’. A partir de ahí, la frase se hizo popular, pero lo cierto es que el propio Roosevelt ni siquiera la incluyó en el importante discurso inaugural de su primer mandato, en el que, por el contrario, se hizo célebre otra frase: «Solo debemos tener miedo al miedo mismo».

La política basada en lemas o eslóganes de campaña no ha hecho más que crecer desde entonces. Probablemente, por la simplificación y hasta la infantilización de la política que hacen los medios de comunicación y, por supuesto, los propios políticos, como se ha puesto de manifiesto en la cumbre europea de este fin de semana, en la que frugales y partidarios de la cohesión todavía luchan a brazo partido.

Según ese esquema, unos son austeros, o tacaños, como se prefiera, y otros son campeones de la solidaridad. A Rutte, que tiene elecciones en pocos meses, le interesa llevar el debate a este terreno, probablemente con el respaldo de Alemania, aunque la canciller Merkel no lo diga; pero también a Sánchez, ya que el maniqueísmo, el juego primitivo y binario, va en su ADN político.

El debate así planteado tiene poco recorrido, pero es el que es. Y, sin embargo, es lógico que se produzca en estos términos cuando Europa es, precisamente, heredera de sus contradicciones y de una cierta división internacional de trabajo que hace que unos países cumplan un rol y el resto otro muy diferente. Al fin y al cabo, la situación de partida de cada uno de ellos es muy diferente.

La dignidad de los europeos

La propia Holanda, como Malta o Irlanda, con sus ventajas fiscales, son una singularidad dentro de la UE. La Constitución alemana, por poner un ejemplo, no permitiría que un territorio situado dentro de sus fronteras hiciera ‘dumping‘ al resto de los estados federados; pero también es un contrasentido que un país como España, medalla de oro al desempleo en Europa durante décadas, con un problema estructural en su sistema de pensiones, y con una enorme bolsa de economía sumergida que no paga impuestos, se ofenda porque quien le va a prestar dinero le pida que justifique en qué se lo va a gastar. O que Polonia se indigne porque Bruselas le exija vincular la entrega de fondos contra el cambio climático —es el país más carbonizado de Europa— al respeto de la ley, que es la piedra angular de la construcción europea. O que la Hungría de Orbán sienta que se mancilla su honor porque la UE le exija respetar los derechos humanos.

La condicionalidad, por lo tanto, está en el centro del debate europeo desde su fundación, y no puede ser de otra manera porque todo el entramado de la UE se sustenta, precisamente, gracias a montañas de normas y reglas de comportamiento que hacen que el edificio, aunque a veces tiemble cuando vienen terremotos financieros, no se derrumbe.

Sánchez lo quiere todo: copiosos fondos europeos y, al mismo tiempo, manos libres para hacer lo que considere oportuno

Felipe González, en los primeros años de adhesión, lo entendió bien. Y a cambio de cumplir las normas del mercado único, por ejemplo, desmantelando buena parte de la industria o sacrificando la agricultura del norte, obtuvo ingentes recursos para España. La modernización de las infraestructuras, de hecho, se hizo gracias a los fondos europeos, que funcionan, precisamente, mediante reglamentos que delimitan perfectamente en qué y en dónde hay que gastar los recursos. Se calcula que en las primeras dos décadas de pertenencia a Europa el saldo fiscal fue favorable a España en cerca de 100.000 millones de euros.

Más allá de las cifras, lo relevante es que González pudo echarle la culpa a Europa de muchas medidas traumáticas: dinero a cambio de reformas. No era un mal negocio para un país que necesitaba en los años 80 y 90 enormes inversiones públicas.

Sánchez, por el contrario, lo quiere todo: copiosos fondos europeos y, al mismo tiempo, manos libres para hacer lo que considere oportuno. Se trata, sin duda, de un verdadero contrasentido en una región que se ha construido, como se ha dicho, sobre leyes y reglamentos. Otra cosa es que se cumplan.