JAVIER MORILLAS / Catedrático de Economía, ABC 21/01/14
· El gran economista y ministro ilustrado asturiano Jovellanos sintetizó lo que vino después del 711 diciendo: «Tu recuerdo triste origen será de eterno llanto». Entre mis apellidos gerundenses más cercanos figuran, sucesivamente, Constáns, Carbonell, Roquet, Cops… Ni eterno ni mencionable: el recuerdo de Mas será efímero. Por su falta de grandeza, por el bien y la prosperidad económica de España, y por tanto también de Cataluña y de todos nuestros conciudadanos.
La relación entre identidad cultural y crecimiento económico ha sido objeto de tratamiento desde hace años por los economistas. Fiedrich List, en su Sistema-Nacionalde Economía Politica (1841), señalaba cómo los países con una «mayor calidad como nación» son los que presentan una mayor homogeneidad de tradición y pasado compartido, lo que redunda en mayores posibilidades de desenvolvimiento económico. En este sentido, la huida en la que está embarcado Artur Mas, desde los medios financiados por la propia Generalitat, nos obliga a poner en valor nuestras bases comunes de identidad, incluso a los que nos dedicamos a la economía. O precisamente por eso. La consulta de un supuesto y sagaz estadista capaz de adelantar unas elecciones autonómicas para acabar perdiéndolas; y luego retener el poder sirviéndose de los más extremistas de la sociedad, cuyas figuras ha agigantado para su provecho personal utilizando lo que los italianos llaman la política de los focos.
Su regusto por las referencias medievales, con una escenografía de mesa redonda con fondo de diseños góticos, bien pudiera servirle de reflexión sobre el contrasentido de su particular camino hacia el despeñadero económico.
Porque la Hispania romana –que no en vano había empezado por la Tarraconense– bien pudo haberse acabado llamando Gotholaunia, Cataluña, tierra de los godos. Como la Galia se acabó llamando Francia, tras la invasión de los francos. Los dos estados más antiguos de Europa: España y Francia. Esta, partiendo de la Îlede
France a orillas del Sena, desde donde el poder franco fue imponiendo su ley en lo que acabó siendo un hexágono.
En España el proceso fue más rico. El primer rey visigodo, Ataúlfo, estableció su corte en Barcelona –donde, por cierto, muere en el 415– junto a su esposa Gala –hija del emperador hispanorromano Teodosio–, por quien se convirtió al cristianismo. Mientras, Roma se descomponía económicamente: por un déficit público creciente y una deuda desbocada; por la inseguridad y la inestabilidad política derivada de las continuas guerras internas y fronterizas; por la desatención agropecuaria. Se iba al colapso de la actividad productiva. Entretanto, seguían llegando cientos de barcos cargados de los variados productos hispanos, como testifican las muestras de los miles de tinajas y ánforas de la época encontradas en los alrededores del puerto de Ostia. Todavía el rey Teodorico I, desde su poder en Hispania y con su capital en Tolo—sa, acude con Aecio para derrotar a Atila.
Cuando definitivamente en el 476 caen Roma y su moneda, la del «Euricus Hispania Rex» tiene curso legal en nuestro país. Y el Código de Eurico impulsa una economía y una nación en crecimiento; con un reino cimentado y ordenado –según la época– del que Leovigildo acaba trasladando su capital a Toledo, que lo sería de España desde el siglo VI –con unos pocos años en la gallega Tuy– hasta el VIII.
No es extraño que en ese ambiente económicamente estable y expansivo pudieran desplegar su potencia intelectual personalidades como –entre otras– san Isidoro de Sevilla (560-636), capaz de recoger y asimilar toda la cultura grecolatina transmitiéndola para la Edad Media, permaneciendo como uno de los grandes maestros europeos de aquellos siglos con influencia global hasta el Renacimiento. Incluso su exaltación económica de los recursos naturales en sus Lau
des Hispaniae será utilizada, aunque de manera desenfocada, por muchos de los regeneracionistas y autores españoles, no economistas; el propio Pablo Iglesias y la misma generación del 98, en su autoflagelación derivada de una optimista visión sobre la supuestamente rica base económica de España. Ignorando su adversa infraestructura física; su desfavorable marco natural, como mostrarían Mallada y Perpiñá, necesitado de ingentes cantidades de ahorro e inversión de capitales para adaptarlo a las necesidades del siglo XX.
Pero en los violentos siglos inmediatamente posteriores a Roma, y más distante de esta que la Galia, había un país que aparecía cultivado, con muchos frutos, lanas, minerales y abundancia de ganados de todas clases, y donde una notable exportación –aceite, trigo, vino, miel, pez, cochinilla y minio– se vendía merced a un activo comercio marítimo.
Con una población diseminada, pegada al terreno, y clima más suave, ¿quién se detenía a pensar entonces en nuestra orografía endiablada o su altitud media? ¿Quién en los desembolsos que habrían de ser necesarios para perforar nuestras disgregadoras cadenas montañosas para desarrollar conexiones ferroviarias y transporte interior? ¿Quién se percataba de nuestros limitados recursos hídricos o la falta de grandes ríos navegables que cual modernas autopistas de la época transportarían en nuestros países vecinos las mercancías al por mayor que favorecieron las economías de escala y los grandes clusters productivos futuros? ¿Quién comparaba la fertilidad media del suelo? ¿Cuántas generaciones serían necesarias para ir acumulando el ahorro suficiente y las ingentes cantidades de capital necesarias para doblegar una realidad verdaderamente adversa de cara al desarrollo económico?
Y sin embargo, con el tiempo, se lograría dar la vuelta a la situación. Aunque sabemos que no fue inmediatamente. Y no sin esfuerzo. Sin inmensos sacrificios, de necesarias acumulaciones e inversiones de capital intergeneracional no inferiores al 3 o 4 por ciento medio del PIB anual. Año tras año. Generación tras generación. Y en muchas ocasiones superior, para recuperar décadas perdidas. Unos recursos enterrados solo para doblegar esa adversa infraestructura de partida –frente a nuestros países vecinos mejor dotados por la naturaleza–, pero que, llegado un momento, nos permitieron entrar en una espiral virtuosa de expansión y crecimiento sostenido a partir del finales del XIX y XX. Como sin duda volverá a ocurrir cuando terminemos con esta recesión 2009-2013, cuyo final atisbamos.
La fase siguiente de aquella España de capitales y cortes itinerantes desde Asturias, duró en alguna parte más de 700 años. Pero el espíritu y la fuerza de la memoria común por reconquistar la unidad y el progreso del Reino perdido fueron idénticos desde todos sus rincones.
El gran economista y ministro ilustrado asturiano Jovellanos sintetizó lo que vino después del 711 diciendo: «Tu recuerdo triste origen será de eterno llanto». Entre mis apellidos gerundenses más cercanos figuran, sucesivamente, Constáns, Carbonell, Roquet, Cops… Ni eterno ni mencionable: el recuerdo de Mas será efímero. Por su falta de grandeza, por el bien y la prosperidad económica de España, y por tanto también de Cataluña y de todos nuestros conciudadanos.
JAVIER MORILLAS / Catedrático de Economía, ABC 21/01/14