Editorial El País

El independentismo busca siempre la vía que impida el regreso a la normalidad

El secesionismo se movilizó anoche con urgencia para organizar hoy mismo una investidura exprés del diputado Jordi Turull. La insólita celeridad de la convocatoria del pleno tras tres meses de parálisis obedece al cálculo de que el Tribunal Supremo procese e inhabilite a ese y otros políticos en las próximas horas. Y la pretensión última es poder esgrimir el nuevo presunto agravio de la destitución judicial de un president de la Generalitat ya electo.

La candidatura de Turull quedó facilitada por el anuncio de la renuncia de su colega Jordi Sànchez, en prisión preventiva. Ello facilitaría teóricamente el eventual inicio de una etapa más sosegada, con un Govern sensato, reinserto en la legalidad y dedicado a rehabilitar la cohesión social, la economía y la institucionalidad del autogobierno catalán. Así lo postulaban voces independentistas, como la de Esquerra y la del PDeCAT, frente a radicalismos extremos como los del círculo de Puigdemont o la CUP, partidarios de extremar la tensión separatista por la vía ilegal y unilateral, que parecían ir ganando la partida.

Las asechanzas de los extremistas a la normalidad son múltiples. La primera es el propio programa de investidura acordado entre Junts per Catalunya y Esquerra, que plantea un triple poder: el republicano ilegal desde Bruselas, dedicado a difundir mensajes denigrantes contra la España democrática; apoyado en el interior por las movilizaciones de organismos activistas subalternos como la Assemblea Nacional u Òmnium y bajo la financiación y protección de un Govern títere en Barcelona.

El candidato para encabezar ese Ejecutivo es Turull, el más aciago de los imaginables. Es el peor porque este individuo está investigado en el mismo procedimiento judicial por presunta rebelión y sedición, lo que le hace vulnerable a la inhabilitación y le abocaría a un mandato efímero, solo útil para la provocación levantisca. Su elección equivaldría a una operación de marketing del desorden para facilitar la propaganda antidemocrática según la cual los jueces suspenderían, contra el pueblo, a un president electo.

Pero eso no sería lo más grave. Va acompañado del fanatismo sectario de Turull y de su reiterado desprecio a la oposición democrática demostrados en su anterior cargo de consejero de la Presidencia y mendaz portavoz separatista.

Ni siquiera eso es lo peor. Turull es un gris monaguillo del pujolismo más corrupto, que actuó como edecán no solo de Jordi Pujol padre, sino después como ayudante del exsecretario de Convergència Oriol Pujol, condenado por corrupción político-financiera en el caso de las concesiones fraudulentas de las inspecciones de las compañías de ITV. Y su propia y polémica historia administrativa en la ciudad de Sant Cugat puede acabar siendo materia judiciable, dada la afición de su partido a cobrar astillas por cada contrato público.

Quien elija a Turull tiznará su decisión con esas sospechas. Pero quizá es lo que convenga a los secesionistas más talibanes: instaurar el caos, la presidencia efímera e inestable de una Generalitat carente de credibilidad. Les convendrá quizá a ellos, pero no a los ciudadanos catalanes a los que se promete un Govern efectivo, legal y digno. ¿Quién se lo va a creer?