NICOLÁS REDONDO TERREROS-El Mundo
Dos fueron los momentos en los que Alfredo Pérez Rubalcaba, fallecido ayer, sobresalió en su dilatada trayectoria política: su papel en la abdicación del Rey Juan Carlos y su protagonismo en la derrota final de ETA.
De Rubalcaba se podrían escribir muchísimos artículos y aun libros radicalmente contradictorios y a la vez extremadamente sinceros. Su biografía política da para casi todo y, por lo tanto, es el ánimo del que le recuerda, el que sin faltar a la verdad, resaltará una arista u otra de las que definieron la personalidad del político de origen cántabro; en cierta medida describiendo a Rubalcaba se describe uno mismo. Creo que en Rubalcaba sobresale por encima de todo y con una contundencia abrumadora su condición de político profesional. Era químico de carrera, pero sobre todo fue un político profesional, sin que vea yo ningún motivo para que el adjetivo pueda entenderse peyorativamente ¡cuanto mejor nos habría ido si tuviéramos más políticos profesionales y menos amateurs! Porque profesional es quien sirve seriamente a la política; el que se sirve de la política suele ser un inmoral, dispuesto a cambiar sus sucesivos principios según conveniencia, no según las necesidades.
Alfredo Pérez Rubalcaba, como se demostró al final de su carrera, era un inmejorable segundo, un inapreciable asesor, que rendía más brillantemente en los puestos en los que el fulgor del líder se atenuaba suavemente. Hemos podido tener portavoces más exhaustivos, pero no recuerdo a ninguno más brillante; hemos visto crecerse a muchos en la sala de prensa de La Moncloa, pero pocos han toreado asuntos ingratos con más donaire que Rubalcaba. Las circunstancias hicieron de él un primer secretario de los socialistas españoles en un momento en el que la política española cambiaba de generación y, por lo tanto, de formas y tonos de hacer política. No eran tiempos ya para el gusto por la palabra; empezaba a parecer antiguo el político que en las paradojas, en los retruécanos, las contradicciones, sólo formales, expresaba un pensamiento brillante. El gesto, la imagen, sustituían con fuerza aniquiladora el gusto refinado por la expresión adecuada. Si nos lo representamos en el campo del juego que tanto le gustaba, el fútbol, no sería un portero, incapaz de esperar los ataques de los contrarios para ser importante; tampoco sería un defensa, su gusto por hacer, por ser, armonizaría mal con el trabajo de los defensas. A él le veríamos en el espacio para construir, para pensar; recibiría el balón y lo trasladaría a un compañero con inteligencia, con mucha picardía, siempre para adelante, superando en ocasiones a los delanteros, refulgiría haciendo goles, sorprendiendo a los defensas contrarios y a los suyos propios.
Habiendo sido un político profesional, no sería de extrañar que el ambiente le contagiara, pero su forma de ser, más que su educación o su origen, le permitió un alejamiento casi aristocrático de la medianía que le rodeaba. Pocos han gustado y practicado la política con tanta afición sin chapotear en ella. Alfredo fue un político refinado, que daba seguridad a sus interlocutores, fueran adversarios o simpatizantes. No era un dogmático, no era un sentimental, no era un romántico, era un político profesional que no postergaba los problemas, ni los interpretaba según los estrechos clichés ideológicos.
A mi juicio sobresalió en dos momentos concretos de la política reciente, pudo ser lo que siempre le había gustado ser. En ellos pudo estar por encima de la sigla, con la que tuvo una relación instrumental, propia de los científicos que aman los instrumentos que les permiten proclamar certezas; en el lenguaje menos exacto de la política, necesario no sólo para hacerse oír sino también para hacerse querer, hablaríamos más de verdades que de certezas. El último lo realizó desde la oposición, cuando con el presidente del Gobierno, el señor Rajoy, organizaron perfectamente, en el momento oportuno y cerca de la línea que separa el éxito del desastre, la abdicación del Rey Juan Carlos y la proclamación del Rey Felipe. En esa ocasión pudo demostrar en silencio, responsablemente, lejos del escaparate y de la algarabía del hemiciclo, su patriotismo y su defensa sin fisuras, dejando en nada todas las dudas interesadas vertidas sobre él, de la Transición del 78. En aquellos momentos debió sentirse integrante pleno de ese grupo, pequeño en número pero trascendente para la historia reciente de España, de padres de la democracia, al que por razones biológicas no pertenecía.
El otro momento que nos lo muestra por encima de la media se desarrolla durante más tiempo, y aunque se produce a la vista de todos es más oscuro y desconocido en gran parte: la derrota de ETA. Produjo aquella acción del gobierno grandes controversias y enfrentamientos en la sociedad española. Hoy todavía, siendo como somos, es más materia de polémica que un pasado reciente de nuestra historia sobre el que sería posible construir un relato que fortaleciera nuestra democracia, pero seguimos siendo un país extraño, en el que las victorias las convertimos en derrotas y cambiamos lo que funciona, manteniendo lo que ha demostrado ser un desastre. Sin embargo, hoy pasado el tiempo y alejados de las exageraciones partidistas, podemos decir que ETA fue derrotada sin costes políticos para el Estado. No se modificó un reglamento, no se cambió una ley autonómica, tampoco ninguna nacional; no cambiamos tampoco el Estatuto Vasco, ni tampoco del Amejoramiento del Fuero Navarro; claro, tampoco tocamos la Constitución. Si ETA pedía la integración del País Vasco y de Navarra o amnistía para los presos etarras, desapareció sin conseguirlo. Nos faltó el relato que acompaña a las victorias, pero esa deficiencia tiene responsabilidad compartida. Debemos reconocer que la normalidad no se ha asentado en la sociedad vasca, recordemos Alsasua y Rentería, pero esta realidad enojosa y rechazable es de exclusiva responsabilidad de los que tomaron el testigo de Rubalcaba y de quienes gobiernan allí.
HE EMPEZADO DICIENDOque en estas tristes ocasiones tendemos a los grandes elogios y a los prontos olvidos, que no sabemos elevarnos sobre su recuerdo para otear mejor el horizonte. En estos tiempos en los que para Pedro Sánchez ya no son domingo todos los días, en los que va a tener que soportar los tirones de los independentistas, sumados a los de Podemos y con una oposición nada complaciente debería buscar a alguien parecido a Alfredo para tenerlo cerca, le prestaría seguridad a él y nos daría tranquilidad al resto. Conseguir tener cerca personas como él sería el mejor homenaje que le podrían hacer. Por mi parte me conformo con conseguir con este artículo, en el que los silencios han servido para poner de relieve mi respeto hacia Alfredo, que sin caer en el panegírico plañidero haya conseguido mostrar mi sincero reconocimiento a uno de los más significativos políticos de los últimos años, con el que discrepé y discutí, pero siempre con elegancia y sin insultos.
Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.