JOSÉ MARÍA CARRASCAL – ABC – 01/03/16
· La Transición no se torció en ningún momento: tenía un defecto de fábrica. Sólo que nosotros, en nuestra euforia por haber hecho el cambio de la dictadura a la democracia sin guantazos, no nos dimos cuenta. El problema era que habíamos olvidado lo más importante: la separación de poderes.
El drama que viene escenificándose en España desde el 20-D se acerca a su fin. Dejando la escena llena de cadáveres. ¿O no es un drama sino una pantomima, una farsa, una tramoya de cómicos de la legua, en la que los veremos levantarse para saludar al público y despedirse hasta la próxima función? No me extrañaría, pues somos expertos en cadáveres que andan y en vivos que vuelan. Pero pueden estar seguros de que Pedro Sánchez asegurará que su doble intento frustrado de ser investido presidente ha sido un éxito, mientras Albert Rivera busca nuevos socios para la aventura. No sé si les lloverán tomates o aplausos, posiblemente ambas cosas a la vez, pues en España hay gentepató, como decía el torero del filósofo, aunque filosofar no se cuente entre nuestras preferencias. Con la cabeza preferimos embestir.
Vuelven a soplar vientos de fronda en nuestro país. Los deseos de cambio se palpan por todas partes. Lo que nadie sabe es hacia dónde. No importa. Lo importante es cambiar, mandar al desván cuanto hemos hecho en las últimas décadas para meter nuevo mobiliario. Pagado a crédito, claro. ¡Y mira que iban bien las cosas! La Transición marchaba fetén.
Abrazos por todas partes, democracia a chorros. Además, ricos, pero ricos de verdad, en euros, no en pelas, lo había dicho un ministro de Hacienda, socialista por más señas: «España es el país donde más fácil es hacerse rico». Y, en efecto, lo era. Bastaba meterse en la política o tener un amigo político. Daba gusto. Y, de repente, todo al carajo, la buena vida, la jubilación dorada, el apartamento de la playa, los puestos de trabajo, ¿lo entiende alguien? No, nadie lo entiende, nadie lo explica, nadie se hace responsable, nadie nos lo aclara, aunque toda la mierda que está saliendo, todos los jefazos encausados, todos los millones desaparecidos ayudan a hacerse una idea. Pero no toda.
¿Cuándo se jodió Perú?, se preguntaba Vargas Llosa al meterse en mala hora en política. Podríamos hacernos la misma pregunta respecto a nuestra tan loada Transición. ¿En qué momento aquel proyecto maravilloso se torció? Me he hecho la pregunta muchas veces, llegando siempre a la misma conclusión.
La Transición no se torció en ningún momento: tenía un defecto de fábrica, como esos Montagscars, coches de lunes, como llaman los alemanes a los que empiezan a fallar nada más salir de la cadena de montaje. Sólo que nosotros, en nuestra euforia por haber hecho el cambio de la dictadura a la democracia sin guantazos, no nos dimos cuenta. El problema era que habíamos olvidado lo más importante de una democracia: la separación de poderes. Que es tanto como tener torcida la barra de dirección en un coche.
Si se estudia con detenimiento la Transición, junto a notables aciertos e incluso innovaciones que nadie habría esperado en un pueblo sin experiencia democrática como el nuestro, nadie negará que una de las pautas de la misma fue hacer lo contrario de lo que había hecho el régimen de Franco. Y como este había puesto todo su empeño en erradicar los partidos políticos –a los que achacaba la mayoría de nuestros males, empezando por la tendencia centrífuga–, a los padres del nuevo ordenamiento constitucional no se les ocurrió otra cosa que dar a los partidos tales poderes que prácticamente se convertían en hegemónicos. Con lo que, de entrada, se rompía el equilibro de poderes que Montesquieu estableció como fundamento de todo sistema democrático. ¿Que exagero? En modo alguno.
Nuestros partidos políticos dominan, como es lógico, el Ejecutivo, que pertenece al que gana las elecciones, con una generosa ley d´Hondt que favorece a los más votados, de forma que les es fácil controlar también el Legislativo y, lo más grave de todo, dándoles atribuciones para nombrar el Consejo Superior del Poder Judicial, que nombra a su vez a los jueces, aparte de hacer depender la Fiscalía General del Estado del Gobierno en curso. Resultado: politización de la Justicia, situación nada sana para la salud democrática de un país.
Únanle los privilegios de toda índole que se concedieron a los políticos, empezando por los aforamientos –que ahora quiere eliminar– y terminando por lo que el maestro Campmany llamaba «mamandurrias», y los ponía por encima de los demás ciudadanos. Desde los viajes gratis, a cobrar una pensión con muchas menos cotizaciones. Salvando las distancias, se formó una «nueva clase» con todo el poder y privilegios, como en los países comunistas. En fin, que cuando los de Podemos hablan de «casta» no exageran, aunque, una vez ingresado en ella, no hayan renunciado a sus ventajas.
Lo más grave de esta toma del Estado por parte de los partidos políticos es que, si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente. Algo que hizo buenas migas con una de las más nefastas tradiciones españolas: que quien asume el Gobierno adquiere poderes sobre las vidas y haciendas de los ciudadanos. De ahí el drama decimonónico de los «cesantes», despedidos en cada cambio de Administración, o con el hecho de que, en 1939, el bando vencedor actuó como si España le perteneciese por haber ganado la guerra.
Pues bien, desde 1978, los partidos políticos han venido actuando como si España les perteneciera por haber ganado unas elecciones, generales, autonómicas o municipales. El grito de «¡Felipe, colócanos a todos!» me ahorra cualquier explicación. Pero podía ser también dirigido a cualquiera de sus sucesores en La Moncloa. Los partidos se convirtieron en el vehículo más rápido y seguro para alcanzar dinero y prestigio en la España de la Transición.
Nada de extraño que atrajeran a bastantes arribistas que buscaban ambas cosas, no «servir a la ciudadanía» como se supone a los políticos. Más, cuando gozaban de poco menos que inmunidad por sus privilegios forales y por una Justicia sobrecargada y sin medios para atender a tantos atropellos. La corrupción ha llegado a hacerse sistémica en España, recuerden el saqueo de las Cajas de Ahorro, también ocupadas por la «nueva clase», sin perdonar a la banca, los sindicatos, las empresas y la Casa Real.
Pero este breve repaso de las miserias de la Transición quedaría incompleto si no advirtiese de otro de sus aspectos al que apenas se hizo caso hasta que llegó la gran crisis de 2008. Hasta entonces, los españoles vivíamos contentos y satisfechos en el país «donde con más facilidad se hacía uno rico». Posiblemente, quien más, quien menos se las había ingeniado para beneficiarse de alguna de esas ventajas a través de su partido, de sus parientes o amistades. Y cuando esas ventajas, grandes o pequeñas, se cortaron casi en seco, todo el mundo puso el grito en el cielo o en el infierno. El resto lo conocen ustedes como yo. Podría decirse de la Transición que «entre todos la matamos y ella sola se murió».
Vamos a ver si con la Segunda que anuncian también a bombo y platillo tenemos más suerte.
JOSÉ MARÍA CARRASCAL – ABC – 01/03/16