FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO
Por lo general, las autobiografías gozan del común denominador de hacer irreconocible a quien las firma. Ya sea obrada de propia mano o apoyada en pluma ajena. Salvo paradójicamente este Manual de resistencia que el presidente Sánchez presentó el jueves –con tintes de celebridad del espectáculo, cheerleader incluida–, donde ajusta cuentas con los demás. Tal floripondio revela el desorden de la personalidad de quien evidencia un narcisismo egocéntrico, una desbordada confianza en sí mismo, una insaciable sed de reconocimiento y una apreciable tergiversación de la realidad para que ésta caiga de su lado como un dado trucado.
Así se pone de manifiesto a lo largo de unas páginas ultimadas a uña de caballo por su asistente Irene Lozano –recompensada con una Secretaría de Estado, como todos los que le fueron fieles tras su destierro de Ferraz– para estar listo en el arranque de la carrera electoral del 28 de abril. Ahí reside el interés de esta «automoribundia», que diría Ramón Gómez de la Serna. Más allá de torpes pifias, calamitosos lapsus, necias tergiversaciones o fatuas puerilidades como revelar confidencias palaciegas a mayor gloria de quien pareciera seguir siendo aquel intruso con el que le afrentaba Susana Díaz cuando la destronada Reina del Sur pretendía caprichosamente que le mantuviera el asiento caliente del despacho de Ferraz. «Enseguida –anota sin recato del Rey– nos reconocimos mutuamente como las personas que íbamos a sacar al país del riesgo de bloqueo. Conectamos de forma especial, confiamos el uno en el otro y se estableció una relación muy franca».
Una admisible confesión de alcoba lo ha convertido en una indiscreción publicitada urbi et orbi. Al parecer, precisaba cotorrearlo como Luis Miguel Dominguín tras su noche de amor con «la fiera» de Ava Gardner. Lo cierto es que Sánchez, a base de darse pisto y de que el Monarca le tenga que hablar con monosílabos a partir de ahora, ha evitado aquel burlón aserto de Azaña de que el mejor sitio para guardar un secreto en España era publicarlo en un libro.
De creerse las propias fantasías que proyecta, el «guapo» Sánchez –como se refiere a sí mismo– puede fenecer como el mitológico Narciso. Satisfecho al espejearse en el fondo inmóvil del lago antes de ser engañado por Némesis –la cruel diosa de la venganza– y perderse en sus aguas aparentemente plácidas, el vanidoso replicaba exultante: «Merezco todo lo que tengo». Nada que ver con el rey chipriota Pigmalión, quien prorrumpía venturoso: «Tengo más de lo que merezco». Al igual que le puede acaecer a Sánchez haciendo retratar a su gabinete mientras le jalea al llegar al Consejo de Ministros a modo de rendido culto a su personalidad, Narciso contravino la advertencia del oráculo que le auguró una larga y feliz pervivencia con la condición de que no se enamorara de sí mismo. Un imposible metafísico.
Plenamente consciente de la propaganda como eficaz arma política, Sánchez ha querido erigirse en historiador de su obra de nueves meses y no dejar su prematura biografía al albur del futuro. Pretende así ganarse por adelantado el juicio de la Historia. Empero, la noria del tiempo sumerge periódicamente sus cangilones en las aguas oscuras del pozo, ocultando entre sombras lo que se tuvo por relucientes episodios y sacando de la penumbra aquéllos que parecían condenados a la profundidad del olvido.
Nada que ver Sánchez con el testimonio de honradez de aquel adjunto de Bill Clinton. Tras ser clave para arribar a la Casa Blanca, declinó su proposición de nombrarlo secretario de Estado. El ex marine Carville, con ironía de Groucho Marx, alegó: «No querría vivir en un país cuyo Gobierno contratara a alguien como yo». Clinton lo encajó mal, pero aprendió que uno vale para lo que sirve. La mayoría, por contra, practica la vanagloria del poeta Ausonio. Cuando el emperador Graciano le donó la Prefectura de África, coligió: «¿Por qué iba yo a decir que no puedo con lo que él me considera capaz?».
Carville había dirigido la triunfal campaña de Clinton en 1992 usando aquel lema que quedaría para los anales de la mercadotecnia: «Es la economía, estúpido». Antes de trabajar para sacar a Bush padre del Despacho Oval, este estratega electoral suponía que las instrucciones a sus clientes eran originales hasta percatarse de que una gran parte figuraba en un manual de hacía ¡2.000 años! Era el Commentariolum Petitionis que Quinto Tulio Cicerón dirigió a su hermano mayor, el insigne Marco Tulio, cuando concurrió para cónsul de Roma.
Esta fraternal carta no era ninguna horaciana Epístola moral a Fabio, como aquélla memorable del sevillano Fernández de Andrada, sino una guía práctica –no exenta de cinismo– para moverse como pez en las aguas pantanosas de la política. Entre la retahíla de consejos, donde se recoge lo vital que resulta el arte de halagar, difamar a los rivales a la menor oportunidad o dar esperanza a la gente generando sentimientos de agradecimiento, Quinto Tulio concluye que un candidato debe ser un camaleón que muda de color para confundirse con el paisaje. En este caso, con el paisanaje. Altera su discurso lo que sea menester, pues el público –mucho más el actual homo vídens– se mueve siguiendo más las sombras de las apariencias que la luz de la realidad.
Justamente, en la presentación de estas memorias de dios menor, se hizo más apreciable, si cabe, el proceso de metamorfosis emprendido por Sánchez para hacer olvidar el 28-A –la mayor encrucijada electoral desde la restauración democrática– que no tuvo inconveniente en saltarse las rayas rojas que le estipuló su partido y que fue presidente merced a los golpistas catalanes del 1-O contra la integridad territorial de España, así como que está resuelto a reeditar esa mayoría Frankenstein si las urnas lo propician.
De hecho, es incapaz de negar que vaya a indultar a los cabecillas de la rebelión si los condena el Tribunal Supremo. «Vosotros sentenciad, que yo los indultaré», debe argüir al modo como el cacique Romanones hacía público escarnio de las leyes mientras se valiera de los reglamentos para retorcerlas como el Gobierno abusa despóticamente de los decretos leyes.
Igualmente se ha opuesto a penalizar referéndums ilegales y ha mostrado un silencio que cabe estimar de cómplice con la campaña vilipendiadora del separatismo contra la democracia española. Ha debido de ser nuevamente Felipe VI, como el 3 de octubre de 2017 ante la tibieza desesperante de Rajoy, quien ha salido gallardamente a la palestra para proclamar en el XXVI Congreso Mundial de Juristas que «no es admisible apelar a una supuesta democracia por encima del Derecho». Que el Jefe del Estado haya de subrayar lo obvio muestra el excepcional momento que atraviesa España.
En su camaleonismo, Sánchez evoca a aquel extraño personaje de un relato de Scott Fitzgerald que, en el curso de una fiesta, mutaba en función de quién le rodeaba. En 1983, Woody Allen llevaría a la pantalla la singular historia de Leonard Zelig, el camaleón humano. En una mezcla de persistencia y ambición por parte de una psicoanalista que traba amistad con él, la doctora descubre, encandilada con su paciente, que todo obedece a su extrema inseguridad. Metamorfosea su apariencia para ser aceptado. Así, al lado de un judío, le crecen barbas y tirabuzones; en compañía de un negro, su piel renegrea y su acento varía.
De igual modo que Zelig, Sánchez se mimetiza en su mutante estrategia para embozar de dónde viene y camino de dónde irá a parar, mientras carga votos –veremos en qué cuantía– a siniestra, donde Podemos cava su marginalidad, y a diestra, cortándose un traje de centrista de ocasión, pero de difícil acomodo. Basta reparar en lo dicho por la ministra Batet al portavoz de Ciudadanos, Juan Carlos Girauta: «No quepo en la Cataluña independentista, pero tampoco en la España que ustedes defienden», poniendo en pie de igualdad el constitucionalismo y al separatismo.
Asimismo, por mucha versatilidad que adopte, no puede achacar a sus contrincantes un regreso a una España en blanco y negro cuando revive a Franco desenterrándolo y viajará a Alicante a conmemorar el Consejo de Ministros de una República en retirada, cuando los dirigentes del PSOE del exilio y el de González fueron conscientes de sus graves yerros, y así se lo dijo este último a su primer Gobierno del 82: «Que no nos pase como en la II República». Siguiendo la estela adanista de Zapatero, no parece importarle sacrificar la Transición y la Constitución en el ara independentista.
Por eso, en este tiempo de máscaras del carnaval, se agradece un libro de memorias de este tenor. No tanto para percatarse de lo que Sánchez cuenta que ha vivido, dadas sus mistificaciones, como para descifrar la personalidad de un presidente camaleón, merced a los renglones torcidos con que ha novelado sus vivencias, aunque Samaniego prevenga en una de sus fábulas que «el vulgo, pendiente de sus labios, más quiere un charlatán que a 20 sabios».