Jon Juaristi-ABC

  • No toda asociación de malhechores constituye una mafia. Puede ser un partido político

El único fenómeno mafioso que ha conocido la política española bajo la Constitución de 1978 ha sido ETA. Tras su derrota policial a finales de los años sesenta, la frustrada organización terrorista se reconstruyó como una banda gansteril para practicar la extorsión a gran escala, utilizando la violencia asesina tanto contra las fuerzas de seguridad del Estado como contra la población civil. Al igual que en la Italia meridional, encontramos en el País Vasco de la transición a la democracia una fuerte tradición antiliberal y un extendido catolicismo integrista en crisis, carcomido por la secularización (nacionalista y marxista), que hicieron del tradicionalismo rural de finales del franquismo un campo abonado para la aparición de algo muy parecido a la Cosa Nostra. En el origen de esta nueva ETA mafiosa, nacida en los primeros años setenta, hubo un pacto entre etarras y carlohuguistas que marcó el carácter y la trayectoria de la organización abertzale durante el tardofranquismo y el período constitucional. Su pestazo a cadaverina permanece en Bildu y perfuma toda España.

No hay que confundir cualquier asociación de malhechores con una mafia, por más que se haga un uso generalizador e impropio de este último concepto. Grupos de delincuentes más o menos organizados los ha habido siempre y en todos los partidos políticos: no constituyen necesariamente mafias, aunque coincidan con estas en su afán de lucrarse por medios ilícitos. Han sido más numerosos en la izquierda que en la derecha porque en aquella sobreabundan los individuos procedentes de la clase media baja –o burguesía asalariada– que ven en la política un medio de enriquecimiento y ascenso social rápidos. Su verdadero peligro reside en la posibilidad de que busquen perpetuarse en el poder mediante la instauración de una dictadura totalitaria, sustituyendo el Estado por su partido o por un frente popular o populista en el que su partido, mayoritario en el mismo, detente el poder absoluto a través de la figura de su líder máximo o Puto Amo. Las fases iniciales de estos procesos de liquidación de la democracia son graduales, si bien pueden experimentar aceleraciones repentinas. Como observara Simon Leys, a propósito de la gran distopía antitotaliaria de George Orwell, «la historia ha demostrado suficientemente que no hace falta mucho para que millones de personas caigan en el infierno de ‘1984’. Basta que un puñado de granujas audaces extraigan lo esencial de su fuerza de la estupidez, el silencio y la ceguera de las buenas gentes que no dicen nada porque no ven nada, y no por falta de ojos, sino por falta de imaginación». Por ejemplo, no es necesario que los granujas viajen en un Ford modelo 18 de 1932 petado de metralletas. A veces caben todos juntos en un Peugeot 407. Al menos, insisto, durante la primera fase.