Joseba Arregi, EL CORREO 03/01/13
De seguir por el camino iniciado, Egipto puede quizá superar la situación de dictadura individual de un presidente como Mubarak, pero caería en la dictadura de una parte de la sociedad sobre el conjunto.
Vivimos tiempos en los que una de las actividades intelectuales más importantes consiste en poner nombres a los acontecimientos. Si a lo largo del tiempo esa actividad estaba reservada a siglos posteriores, en los que la distancia temporal permitía denominar las épocas pasadas con nombres más o menos apropiados, ahora la denominación es instantánea: los nombres aparecen mientras los propios acontecimientos se desarrollan.
Así, lo sucedido en distintos países árabes en el último año ha recibido el nombre de primavera: en Túnez, en Libia, en Egipto. Esta prontitud en poner nombre a lo que está sucediendo corre el riesgo de ser desmentido para cuando acaban los acontecimientos. En las líneas siguientes me voy a referir exclusivamente a Egipto y a su proceso constituyente, para ver si realmente estamos ante una primavera o si estamos ante algo bien distinto.
Los medios occidentales han estado preocupados en las últimas semanas con los intentos de presidente Mursi de inmunizarse ante posibles actuaciones de los tribunales de justicia contra él. La razón, aducida incluso por no pocos comentaristas occidentales en su defensa, era que el sistema judicial en Egipto estaba aún en manos de quienes eran obedientes al depuesto presidente y dictador Mubarak.
Siempre es difícil la transición de una sociedad de una situación de dictadura a otra de democracia, especialmente cuando en esas sociedades existen grupos organizados, a veces mayoritarios, cuyos planteamientos adolecen de la necesaria aconfesionalidad sin la cual no hay democracia posible. Esta situación, sin embargo, sólo puede ser llevada a buen puerto a través del proceso constituyente.
Abrir un proceso constituyente no significa que no exista pueblo o sociedad. Significa que saliendo de una dictadura –o de una guerra o de una guerra civil–, la sociedad quiere y debe constituirse como comunidad política. La pregunta que importa es la siguiente: ¿cómo se procede a la constitución de una comunidad política?
En todos los casos conocidos, es preciso que los ciudadanos elijan una asamblea, un parlamento constituyente, con lo que la participación del pueblo, de la sociedad en la redacción de la constitución está garantizada. El resultado del trabajo de la asamblea constituyente será propuesto a la ciudadanía para su refrendo, con lo cual posee todas las garantías de la participación popular.
Pero en casi todos los casos conocidos la redacción de la constitución suele recaer no en exclusiva en el grupo mayoritario de la asamblea constituyente, sino en un grupo de personas que reflejen, a poder ser, la totalidad de los grupos representados en la asamblea constituyente. Este mecanismo que va más allá de la regla de la mayoría permite que lo que el conjunto de la asamblea constituyente va aprobando no refleje exclusivamente la visión de una parte de la sociedad, sino que intente reflejar el acuerdo entre diferentes visiones de la sociedad que se quiere constituir políticamente. Una vez que ese proyecto en el que se reconocen los distintos grupos presentes en la asamblea constituyente es aprobado por ésta, entonces se ofrece a refrendo a la sociedad correspondiente. Con lo cual la constitución refrendada por el pueblo no es reflejo de la mayoría de un momento, sino reflejo del acuerdo entre las formas diferentes de ver y vivir la sociedad.
En Egipto, sin embargo, el grupo mayoritario ha optado por constituir la comunidad política egipcia a partir de la voluntad de una parte, aunque sea de la parte mayoritaria de la sociedad egipcia, con lo que se asegura que la constitución egipcia será constitución de parte, pero no del conjunto de la sociedad. Lo que ocurre de esta forma es que en lugar de constituir políticamente la comunidad egipcia, una parte, aunque mayoritaria, impone al conjunto de la sociedad su visión de la misma. Y con ello se materializa lo que Kant denominaba la mayor tiranía, la tiranía de la democracia entendida sólo como el funcionamiento de la regla de la mayoría sin contar previamente con una constitución del conjunto de la comunidad política.
Rousseau inventó el concepto de voluntad general para marcar esta diferencia entre la regla de la mayoría y la constitución de la comunidad política a través de la voluntad general. Lo importante en la intuición de Rousseau no es tanto la idea misma de voluntad general, una idea que contiene sus propios peligros, sino la necesaria diferencia entre la regla de la mayoría y su presupuesto: la constitución política de la comunidad más allá de la voluntad de una de las partes de la misma.
De seguir por el camino iniciado, Egipto puede quizá superar la situación de dictadura individual de un presidente como Mubarak, pero caería en la dictadura de una parte de la sociedad sobre el conjunto, lo que siempre puede ser la fuente de una potencial guerra civil. Si la constitución es sólo de parte, la sociedad no llega a ser política, sino que permanece como la propiedad privada de esa parte. No se crea espacio público, y entonces pueden surgir metáforas como las que hablan de la casa del padre y del perro que la cuida. Y puede haber líderes políticos que critiquen a otros partidos que llegan al gobierno de haber entrado, y salido, por la ventana, algo entendible desde la idea de la propiedad privada de grupo de la casa.
En el espacio público de la comunidad política democrática no tiene sentido hablar de casa, de solar, de puertas y ventanas, pues es una plaza en la que todos tienen cabida siempre que respeten las reglas de juego basadas en los derechos humanos y en los derechos y libertades fundamentales que no son propiedad de ningún grupo. Sólo entonces se puede hablar de que una sociedad se ha constituido como comunidad política. Lo demás es privatismo, por muy grupal que sea, y por muy grande y mayoritario que sea el grupo en cuestión.
Joseba Arregi, EL CORREO 03/01/13