Félix de Azua-El País
Si en el siglo XX era necesario tener un nombre propio para existir socialmente, en el siglo XXI es imprescindible pertenecer a un colectivo
El siglo XX fue un tiempo de fuerte individuación. Aún hoy recordamos cientos de nombres propios: individuos distinguidos en la ciencia, las artes, la política, las finanzas. Hubo miles de nombres propios, excepto en lugares donde solo cabía un manojo: la Unión Soviética, China, Cuba. El nombre del dictador y su cuadrilla aplastaban a millones de individuos innominados. Algunos directores de cine, escasos artistas, unos pocos músicos salieron de allí, selección insignificante frente a las decenas de miles de individuos reconocibles en el mundo libre.
Ahora el tiempo ha forzado un nuevo giro hacia el anonimato. Los nombres propios son hoy efímeros y en abrumadora cantidad surgidos de la industria del espectáculo y la prensa sentimental. Pero este retroceso de lo individual hacia la masa ya no es el resultado de la presencia aplastante de un jefe, sino el efecto de las nuevas identidades gregarias, las únicas que tienen presencia social: oprimidos étnicos, grupos de liberados sexuales, minorías nacionales, géneros maltratados, explotados laborales singulares, humanos de cuerpo infrecuente, élites raciales humilladas y así sucesivamente. Si en el siglo XX era necesario tener un nombre propio para existir socialmente, parece que en el siglo XXI es imprescindible pertenecer a un colectivo si uno quiere obtener presencia social, dinero y gozar de derechos.
¿Es esto bueno?, ¿es malo? Depende del lado en el que caigas. Si aún no te has fundido en una grey agraviada, búscala de inmediato, pero si no encuentras ninguna, no te preocupes. Pronto verás despachos y empresas que otorgarán patentes de novedad oprimida para la explotación de identidades gregarias. Mejor que los partidos.