- La crisis de la justicia que hoy nos solivianta y nos desprestigia internacionalmente tiene su origen en el paulatino descenso del nivel de nuestra clase política a lo largo de los últimos cuarenta años
Cuando la ministra de Justicia afirmó que la gente habla en el metro de los avatares de la renovación de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, la rechifla fue general y con motivo. Cualquiera que viaje en el subterráneo madrileño -uno de los más extensos, eficaces y mejores de Europa- sabe que este asunto queda muy lejos de las preocupaciones cotidianas de los ciudadanos, más atentos a la cesta de la compra, a la factura del gas, a las vicisitudes futbolísticas y a los amores traicionados de Tamara Falcó. Otra observación igualmente osada procedente del Gobierno ha sido la de calificar de “gremial” la forma de elección por los propios jueces de los doce integrantes de este órgano que deben pertenecer a dicho cuerpo por mandato constitucional. La reforma que perpetró en 1985 la mayoría absoluta del PSOE de la Ley Orgánica del Poder Judicial cambió radicalmente dicha selección, hizo correr mucha tinta en su día, generó una enorme cantidad de artículos en revistas especializadas de derecho que ningún usuario del metro leyó y nos ha conducido al escándalo actual con dimisión irrevocable del presidente del Tribunal Supremo, que lo era a su vez del Consejo, grave daño a la imagen exterior de España y creciente desmoralización entre los millones de españoles que, se desplacen en transporte público o en su vehículo particular, asisten alarmados al deterioro acelerado de instituciones fundamentales del Estado.
Es una evidencia palmaria que hay que revisar el vigente procedimiento de elección si no queremos que la justicia colapse del todo y que la Comisión Europea nos abra un expediente informativo
La presente crisis en la cúpula del poder judicial tiene dos responsables claros: el PSOE y el PP, que han mantenido durante casi cuatro décadas un sistema de elección de los vocales del Consejo que ha provocado perturbadores retrasos en sus sucesivas renovaciones por la incapacidad de las dos principales fuerzas políticas para alcanzar un acuerdo sobre los candidatos. La situación en la que ahora estamos empantanados es la culminación de un proceso envenenado que tanto los socialistas como los populares se han negado a solucionar, incluso cuando han dispuesto de suficiente volumen parlamentario para hacerlo. Así, el Partido Popular, que en estos días exige insistente que se vuelva al método anterior a la desafortunada reforma socialista de 1985, dejó pasar la ocasión de rectificarla en sus mayorías absolutas de 2000-2004 y de 2011-2015. Es una evidencia palmaria que hay que revisar el vigente procedimiento de elección si no queremos que la justicia colapse del todo y que la Comisión Europea nos abra un expediente informativo. A ver si va a resultar que nuestros afamados progresistas caen en los mismos vicios que tan airadamente critican, sin demasiada razón, por cierto, en gobiernos de signo opuesto en Hungría o Polonia.
La división de poderes es una filfa si no son independientes entre sí. La estructura institucional diseñada por la Constitución de 1978 y pactada en la Transición por un amplísimo abanico ideológico y político tiene defectos muy serios y el espectáculo lamentable al que estamos asistiendo en relación con la renovación del Consejo General del Poder Judicial es una consecuencia de estas lacras. Por ejemplo, nuestras Cámaras legislativas no son independientes respecto del Ejecutivo porque las listas cerradas y bloqueadas decididas por la Jefatura del partido convierten a los supuestos representantes de los ciudadanos en empleados del líder de turno y en los raros casos en que un diputado o una diputada muestra criterio propio o vota con coherencia fuera del marco de la consigna partidaria es implacablemente relegado al ostracismo o simple y llanamente purgado en la próxima convocatoria electoral. Análogamente, la designación de los integrantes del órgano de gobierno de la judicatura, al que competen los nombramientos, las promociones, los traslados y las sanciones, entre otras cuestiones relevantes para la carrera profesional de los togados y sus condiciones de trabajo, por cuotas de partido previamente pactadas entre los grupos parlamentarios por criterios de afinidad a las correspondientes siglas, pasando el mérito y la idoneidad a un segundo plano, hacen burla de un principio sacrosanto del Estado democrático, la independencia de los tribunales.
La clave en el acierto a la hora de los nombramientos radica en los requisitos para ser candidato, es decir, antigüedad, neutralidad política, puestos ocupados, publicaciones, rendimiento profesional y otros méritos
Aunque el eje del actual debate es la forma de elección de los vocales jueces y magistrados y mientras el Gobierno se enroca en el reparto entre grupos parlamentarios, el PP opta por que sean sus propios colegas el cuerpo electoral, el meollo del asunto debiera ser otro. La clave en el acierto a la hora de los nombramientos radica en los requisitos para ser candidato, es decir, antigüedad, neutralidad política, puestos ocupados, publicaciones, rendimiento profesional y otros méritos y circunstancias, todos ellos claramente especificados, tasados y baremados, de tal manera que los escogidos respondan a un perfil perfectamente trazado, sorteando cualquier tipo de arbitrariedad o gremialismo. Este enfoque, acompañado quizá de alguna variedad de insaculación posterior a la criba previa, garantizaría una elección pacífica, transparente, neutral e institucionalmente limpia.
La crisis de la justicia que hoy nos solivianta y nos desprestigia internacionalmente tiene su origen, al igual que tantas otras desgracias que nos afligen -una deuda pública desmesurada, un Gobierno de la Nación en el que están empotrados sus peores enemigos, el regreso de las dos Españas y sus viejos rencores o la humillación permanente a las víctimas de ETA- en el paulatino descenso del nivel de nuestra clase política a lo largo de los últimos cuarenta años hasta desembocar en los personajillos de ínfima categoría que en estos días manejan las palancas del Estado y cuya combinación de ignorancia, incompetencia, sectarismo y desprecio por la sintaxis nos está precipitando a un fracaso colectivo que ni merecemos ni por lo que se ve tenemos la energía y los arrestos para evitar.