ABC 30/03/14
· No se ha detectado por ahora una estructura estable que organice las distintas redes radicales, pero sí contactos para coordinar sus acciones
Decenas de jóvenes que nutrían las juventudes de organizaciones terroristas como ETA, Grapo o Resistencia Galega se han desplazado ahora hacia los grupos de extrema izquierda que mueven los hilos de graves disturbos como los registrados en Madrid y en otras ciudades de España, con el pretexto de la «indignación» ciudadana. Carecen de un liderazgo claro, pero les unen su «odio visceral» a todo lo que simbolice España y su obsesión por derrocar el sistema democrático, según los informes que maneja la Policía. La prioridad de los investigadores se centra ahora en recabar datos para confirmar que actúan de forma coordinada –la clave para poder acusarles de pertenencia a grupo criminal– y comprobar si eventualmente tienen algún tipo de estructura, no jerárquica, pero sí estable.
Las fuentes consultadas por ABC están convencidas de que los grupos que protagonizan las algaradas actúan conforme a una estrategia previamente diseñada y concertada entre ellos; es decir, estaríamos ante una red de organizaciones antisistema formalmente autónomas pero que llegan a acuerdos para lograr sus objetivos. Cada una de ellas cuenta con uno o varios líderes, los más radicales y con mayor capacidad de manipulación sobre el resto.
Los expertos en terrorismo callejero han elaborado un perfil de estos profesionales de la agitación: son jóvenes de entre 18 y 30 años, en su mayoría varones. Los hay, en número nada despreciable, menores de edad. No tienen muy bien definida su ideología, pero se vinculan a la extrema izquierda, al independentismo o al anarquismo. El nexo común entre todos ellos es su elevado grado de radicalización, que les lleva a arremeter contra las instituciones democráticas y los símbolos del capitalismo. Como ejemplo de ello, Ernai –organización juvenil de Sortu– declinó participar físicamente en la «marcha de la dignidad» que partió del norte, al considerar que algunos de los grupos que estaban detrás habían dejado en un segundo plano la demanda independentista, en favor del frente obrerista. Sin embargo, mostró su apoyo porque coincidía en el objetivo: derrocar el poder democráticamente constituido por medio de la subversión y asumir que el uso de la violencia está justificado.
En cambio, sí hubo presencia activa del núcleo más duro de la «izquierda abertzale», alineado con posiciones marxistas-leninistas. Este núcleo duro, que se ha quedado «huérfano» de liderazgo tras la decisión de ETA de dejar definitivamente la actividad terrorista, es el impulsor de los brotes de «kale borroka» que han continuado en los últimos meses en el País Vasco. Encuentra en disturbios como los registrados el 22 de marzo en Madrid un campo de batalla idóneo para su estrategia de «trinchera».
Falta de liderazgo
En definitiva, según estos informes, los integrantes de las organizaciones juveniles que gravitaban en torno a ETA, Grapo e incluso Resistencia Galega carecen ahora de un liderazgo claro, tras la derrota de sus «comandos» por la Policía. Los Grapo están desmantelados, aunque se mantiene la vigilancia; ETA sigue en fase terminal, y Resistencia Galega, que nunca ha tenido excesiva capacidad operativa, ha recibido importantes golpes policiales en los últimos tiempos.
Además, el brazo armado del PCE (r) y los terroristas gallegos han compartido tradicionalmente cantera en determinados lugares de Galicia, como Vigo. Por ello la «marcha juvenil» procedente de allí ha sido la «más combativa». Preocupa especialmente que con motivo del 22-M fuera desplegada en la plaza de Cibeles una gran pancarta en la que se llamaba a los Grapo a reanudar la «lucha armada».
Así pues, la presión policial sobre estas organizaciones criminales ha hecho que muchos de sus integrantes se hayan desplazado hacia los grupúsculos de extrema izquierda, antisistema y anarcoterroristas, que aislados son prácticamente marginales, pero que coordinados en una estrategia común de desestabilización constituyen una amenaza. Y se han desplazado con los manuales de «guerrilla urbana» en sus mochilas. Son nostálgicos de la «borroka» y mantienen su objetivo prioritario: atacar a las Fuerzas de Seguridad y demás instituciones.
A ellos se suman jóvenes cuyo proceso de radicalización se caracteriza porque carecen de un grupo de socialización de referencia, y encuentran en la «ideología» antisistema una vía para terminar con el ordenamiento democrático, al que culpan de la situación actual –paro, recortes en políticas sociales…–. Una vez señalados los «culpables», los jóvenes no dudan en utilizar la violencia. Encuentran apoyo en personas de cierta proyección social, política o cultural que justifican esos métodos como único instrumento que les queda a los «indignados».
Modus operandi
Cuando la convocatoria es pacífica, no tienen reparos en infiltrarse en la manifestación, desobedecer las instrucciones de los organizadores y, camuflados entre la multitud, causar incidentes. Para ello, celebran previamente asambleas a las que acuden los elementos «más comprometidos». Es ahí donde calan profundamente en los más exaltados mensajes tales como «a la caza del policía», reforzando así la ideología radical que ya tienen interiorizada estos profesionales del «cóctel molotov».
Se sienten muy cómodos cuando la concentración es numerosa, porque utilizan a la multitud como «escudo humano» para evitar su localización, identificación y arresto. Saben que en esos casos la Policía no interviene y, si no tiene más remedio, lo hará con muchas limitaciones. Los disturbios suelen registrarse cuando ya ha concluido la manifestación, aunque una de las novedades del 22-M fue que comenzaron a atacar cuando aún no había acabado esta. Se sitúan en la cola de la misma para utilizar como parapeto el gentío que tienen por delante. Así, disponen de tiempo suficiente para cometer sus desmanes y replegarse. Los profesionales de la agitación se colocan junto a personas que conocen para evitar la posible vigilancia de agentes de Policía camuflados y es en el seno de este pequeño grupo donde organizan sus desmanes.
Acuden a las marchas con pasamontañas o pañuelos y con material susceptible de ser utilizado como artillería o para provocar incendios. Sin embargo, últimamente lo dejan en algún local de confianza cercano al lugar de los incidentes o se aprovisionan de adoquines que arrancan de las aceras.