ES EL momento de ver Brexit, la guerra incivil, aunque su valor sea relativo. La película está demasiado volcada en la figura de Dominic Cummings, el jefe de la campaña del Leave. Su papel fue importante (ideó el lema Retomemos el control), pero la influencia de su método principal está por establecer y, desde luego, la película no lo hace. Cummings utilizó los perfiles de millones de ciudadanos, suministrados por dos empresas de datos, para producir una ingente cantidad de propaganda personalizada. Pero Brexit explica con superficialidad el procedimiento y no cuantifica su impacto. Tal como se narra, Cummings tenía un objetivo: averiguar la naturaleza de los ciudadanos que nunca votan y tratar de llegar a ellos; el magma que llamé hace un tiempo materia oscura y que ningún estudio sociológico parece conocer en detalle. La película no aclara si lo logró, aunque la abstención –cercana al 30%–, sugiere que la materia sigue siendo oscura. Pero el error más grave de Brexit es suponer que la patada al tablero la dieron los que no cuentan, los desposeídos de dinero, de futuro y de ambición. Es una interpretación que también se utilizó para Trump, y con igual torcimiento. Por el contrario, el Brexit es obra principal del nacionalismo, palabra que no se pronuncia en la película. Y es el nacionalismo el que le ha dado ese radical carácter transversal: Brexiteers hay en todos los partidos. Y en todas las inteligencias y en todas las estéticas: el nacionalismo es lo que explica que Lord Matt Ridley y Nigel Farage hayan votado lo mismo.
De esa transversalidad surge la tremenda votación de anteayer y la enorme dificultad del arreglo. Por mucho que intenten disimularlo, dadas las cláusulas del mercado, izquierda y derecha comparten el mismo suelo. Una y otra proponen convivir de maneras distintas con el déficit y ocupan lugares relativamente enfrentados en las guerras culturales. Pero en sus iniciativas hay poco que no se pueda moderar, maquillar o cambiar al producirse la alternancia. No pasa lo mismo cuando las divisiones están marcadas por la nación, por el demos; no por las discrepancias con lo que se elige sino por las discrepancias acerca de los que pueden elegir. Esta es la cuestión en Cataluña y la cuestión en Gran Bretaña, donde lo que está planteado es una convencional operación de separatismo de la gran nación europea. Esas operaciones no pueden resolverse políticamente a la manera tradicional. La política no es nunca un juego de suma cero. Y lo que los ingleses están en el fondo decidiendo –¿soy o no europeo?– no puede resolverse con otra suma que no reste. Ese es el diktat del nacionalismo, siniestro incluso cuando adopta la flema British del nacionalismo pintoresco.