Fernando Aramburu-El Mundo
En San Sebastián, a finales de los años 70 del siglo pasado, se publicaba una revista de literatura llamada Kantil. Sus hacedores se reunían una vez por semana, examinaban textos inéditos llegados por correo a la redacción, componían los números de la revista, hacían tertulia. Con apenas 18 años, tuve la fortuna de ser admitido en aquel grupo compuesto por personas de diversos gustos y convicciones, unidas por la común afición a la literatura.
Uno de los integrantes de dicho grupo era el novelista Raúl Guerra Garrido. Cuando lo conocí, él ya tenía más que encauzada su carrera literaria. Alternaba la dedicación a la escritura con el oficio de farmacéutico, y a ambas ocupaciones añadió en aquellos años revueltos de la Transición la actividad política en favor del socialismo democrático. Años después habría de participar, asimismo, en el llamado Foro Ermua
No pocas novelas de este autor prestan una atención intensa a los asuntos sociales. Guerra Garrido ha cultivado otros géneros; pero vamos a decir que una parte notable de su inspiración procede de la voluntad de dar forma narrativa a la denuncia social. Y esto, en el País Vasco, hasta no hace mucho, entrañaba serios riesgos para la salud, incluida la del periodista o el literato de izquierdas no nacionalista.
Me agrada recordar que Guerra Garrido, Raúl para los amigos, fue el primer escritor de indudable relevancia que yo conocí en persona, dicho sea sin demérito ninguno para los demás miembros de la revista Kantil, cada cual valioso en lo suyo. Guerra Garrido había obtenido el Premio Nadal en 1976 con Lectura insólita de El Capital, pocos años antes de mi primer encuentro con él; publicaba regularmente en editoriales de ámbito nacional y era, no sé si un autor consagrado, pero desde luego conocido más allá de los límites de la provincia. En 1984 quedaría finalista del Premio Planeta con El año del wólfram. Cuando lo conocí, yo sólo había publicado un poema en un periódico local.
No me podía entonces imaginar que aquel escritor, que tenía una manera peculiar de reír y a quien veía una vez por semana, transitaba por un camino literario y moral por el que yo habría de adentrarme al cabo de dos décadas. Nos precedió en la ruta, a mí y a otros, y de él aprendimos. A finales de los 70, rodeado de compañías juveniles, yo estaba en el surrealismo, la broma, la provocación; en fin, en la contracultura, y difícilmente me era accesible a la comprensión la perspectiva intelectual de un hombre que había alcanzado la madurez cuando mis compañeros y yo dedicábamos nuestros mayores esfuerzos creativos a la irreverencia y la diversión.
Con Raúl Guerra Garrido entra en la literatura de calidad el relato de las víctimas de ETA. Ya en Cacereño, novela de finales de 1969 centrada en las vicisitudes de un emigrante extremeño radicado en el País Vasco, se menciona una pintada (Gora ETA) que la censura franquista tachó. Lectura insólita de El Capital (1977) es una novela coral cuya trama gira en torno al destino de un industrial secuestrado (y asesinado) por la banda terrorista. La carta (1990), uno de los títulos mayores del autor, aborda con tonos dramáticos el asunto del llamado impuesto revolucionario. La soledad del ángel de la guarda (2007) trata, entre otras cosas, de la relación de un guardaespaldas con su protegido, un profesor jubilado víctima de amenazas. Hay más.
En vano rastrearemos las novelas de Guerra Garrido en busca de etarras idílicos, introspectivos y folclóricos, aposentados en ausencia narrativa de sus víctimas dentro de laberintos mentales al uso de cierta, no toda, literatura autóctona. Se han escrito en época de atentados algunas, bastantes, muchas obras literarias (depende de qué curas y barberos hagan el escrutinio) sobre la violencia, el conflicto, la lucha armada, como se le quiera denominar salvo terrorismo, término que por sí solo lo coloca a uno fuera del coto cultural de los genuinos. La preposición sobre sirve, en el caso que aquí nos ocupa, de saco ancho donde cabe de todo: redacciones de colegio, relatos justificativos, ripios populares, menciones esporádicas…, además, por descontado, de algún que otro texto de mérito. Por muchas vueltas que se le den al bombo de los eufemismos, no parece que sea lo mismo escribir sobre que contra, ni limitarse a la noble y legítima tarea de escritorio que comprometer, además, desde la práctica de la literatura y la expresión pública de las ideas, la integridad física con una acción cívica contraria a los intereses del agresor. De otro modo, ¿cómo entender que en el País Vasco se persiguiera sistemáticamente a unos escritores, periodistas, profesores, y a otros no? ¿Mostraban todos el mismo talante crítico contra ETA y sus no escasos adeptos, cómplices, simpatizantes?
En julio del año 2000, de madrugada, un ataque con botellas incendiarias destruyó la farmacia que Raúl Guerra Garrido regentaba junto con Maite Espinosa, su mujer, en el barrio donostiarra de Alza. El fuego causó daños serios en las viviendas inmediatamente superiores. Al ataque lo habían precedido otros dos de parecida ejecución e idéntico propósito que no prosperaron. No es preciso estar sobrado de imaginación para hacerse una idea de lo que el damnificado siente en tales situaciones. Apenas dos meses antes, ETA había asesinado en Andoáin al periodista José Luis López de Lacalle, amigo íntimo del escritor. En el mismo mes, otros sirvientes de la causa patriótica consumaron uno de tantos destrozos en el arbolado del Bosque de Oma, muestra de land art de Agustín Ibarrola.
El miedo dicta comportamientos. Y es que la gente tiende por naturaleza a perseverar en el ser. No por otro motivo se ejerce el terror sino para obtener posiciones de poder sojuzgando a los ciudadanos. Raúl Guerra Garrido ha afirmado en repetidas ocasiones que no es posible entender el derrumbe moral sufrido por la sociedad vasca durante décadas sin tener en cuenta el miedo generalizado de la población.
Destruida su farmacia, algunos le dejamos un mensaje de solidaridad y afecto en el contestador automático. Estoy seguro de que personas de buen corazón, sin descartar entre ellas algunos compañeros de letras, le dirigieron por aquellos días palabras de aliento. Pero lo que es una acción colectiva del gremio literario en apoyo del escritor agredido no se produjo, ni en su caso ni en el de tantos otros, como no fuera a título personal. También ha afirmado Guerra Garrido que su venganza ha consistido en ser feliz o en vivir bien (no recuerdo la frase con exactitud). Ignoro si ha conservado aquella manera suya de reírse. En todo caso, perdura su ejemplo de dignidad y resistencia por el que algunos le estamos infinitamente agradecidos.