FERNANDO SAVATER-EL PAÍS

  • El escritor ha mutado hasta convertirse en lo que Chesterton definió como un clásico: un rey del que se puede desertar pero al que no se puede destronar
Algunos novelistas han creado personajes que escapan del libro donde aparecen y llevan una vida aparte, extraliteraria. Don Quijote es el paradigma de todos ellos y no hace falta ser Unamuno para opinar que el ingenioso hidalgo goza de una existencia independiente de las páginas de Cervantes y más duradera que la del escritor. Lo mismo puede decirse de Sherlock Holmes, de Tristán e Isolda, de don Juan… El caso de Lovecraft es distinto y en cierta medida opuesto: no es un personaje el que se zafa del relato sino el mundo del escritor, con sus divinidades y sus enigmas aterradores, el que se libera del narrador y lo arrastra con ellos hacia la dimensión metaliteraria que comparte con sus entusiastas. Un caso único en la historia de la literatura moderna, sólo comparable muy de lejos al domesticado Tolkien. De ser un autor para frikis al que nadie sano ni sensato concede mérito, HPL ha mutado hasta convertirse en lo que Chesterton definió como un clásico: un rey del que se puede desertar pero al que no se puede destronar. No sólo ha dado lugar a infinitos y a menudo deplorables imitadores, a videojuegos y telefilmes, al ambiente del fantástico actual sino incluso a una rama de la filosofía (v. gr. Weird Realism: Lovecraft and Philosopy, de Graham Harman, profesor en El Cairo, Egipto, detalle que subrayaría HPL).

Michel Houellebecq es un escritor tan fuera de lo común como HPL. A pesar de sus diferencias, le dedicó tempranamente un ensayo magistral, modelo de empatía literaria: H. P. Lovecraft: Contra el mundo, contra la vida (ed. Anagrama). Responde a la pregunta esencial: ¿qué hacer con quien renuncia a los dos temas mayores, el sexo y el dinero? Pues “un antídoto supremo contra todas las formas de realismo”. Un portero del antimundo…