Sostiene el proverbio antiguo que “aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”, aforismo que tiene un giro más coloquial en “los dioses ciegan a quienes quieren perder”, una sentencia relacionada con el concepto griego de la “hibris”, la desmesura de lo desequilibrado e irracional, la explosión del orgullo y la arrogancia provocada por la ausencia de autocontrol. De arrogancia y orgullo andan estos días sobrados PP y Vox. ¿Se han embarcado ambos partidos en una loca carrera por hacerle la campaña a Pedro Sánchez? ¿Son conscientes Alberto Núñez Feijóo y Santiago Abascal de que están jugando con fuego, desviándose del verdadero objetivo, en realidad el único, de esta campaña electoral? ¿Han olvidado ambos que aquí y ahora lo importante, lo imprescindible desde el punto de vista del interés nacional, es mandar a la calle el próximo 23 de julio a Pedro Sánchez Pérez-Castejón?
A tenor de lo ocurrido este semana, sí. Todo parecía ir sobre ruedas tras las municipales y autonómicas del 28 de mayo, jornada que deparó un llamativo revolcón en las urnas a Sánchez y su Gobierno social comunista, o la constatación de la existencia de un sentimiento transversal muy profundo en todo el país contra el salteador de caminos que nos preside, al que una parte muy importante de la ciudadanía identifica como una seria amenaza, un grave peligro para la prosperidad y la convivencia entre españoles, sentimiento del que nace la urgencia de descabalgarlo cuanto antes, la necesidad de derrotarlo en las urnas, porque cuatro años más con el BOE en sus manos significaría el fin de la nación de ciudadanos libres e iguales que hemos conocido desde el 78 a esta parte. La reacción del sujeto es conocida: disolución de las Cámaras y convocatoria de elecciones generales para el 23 de julio. La iniciativa de un tipo henchido de “hibris” que decide jugárselo todo a una carta, consciente de que el daño aún podría ser mayor de esperar a diciembre.
¿Son conscientes Alberto Núñez Feijóo y Santiago Abascal de que están jugando con fuego, desviándose del verdadero objetivo, en realidad el único, de esta campaña electoral? ¿Han olvidado ambos que aquí y ahora lo importante, lo imprescindible desde el punto de vista del interés nacional, es mandar a la calle el próximo 23 de julio a Pedro Sánchez Pérez-Castejón?
Una cita que colmó las expectativas de muchos españoles demócratas –entre los cuales cabe citar a una parte importante del viejo PSOE socialdemócrata-, convencidos de tener el final de este mentiroso compulsivo al alcance de la mano. Y el PP inicia entonces algunos movimientos que parecen confirmar que en Génova hay por fin alguien que piensa, alguien que empieza a hacer las cosas con sentido. El acuerdo con Vox en la Comunidad Valenciana o la voluntad de poner coto al expansionismo del nacionalismo catalán. La elección de alcaldes en ciudades emblemáticas como Barcelona o Vitoria. El acuerdo en Cantabria con el corrupto PRC o la plasmación de esa “geometría variable” dispuesta a explorar alianzas distintas según la ciudad o Comunidad de que se trate. Y, de repente, salta la sorpresa en Las Gaunas. Porque en Génova se asustan del éxito alcanzado en Valencia. La izquierda concentra su potencia de fuego en ese flanco, ahí le duele, y los sorayos empiezan a alarmarse, la derecha pacta con Vox, “¡qué escándalo, qué escándalo, me he enterado de que aquí se juega!”, que dijo el capitán Renault en el Café de Rick. Como si esta izquierda de alcantarilla tuviera algún argumento de orden moral para criticar los pactos de la derecha después de haber visto durante cinco años a los comunistas de Podemos, a los golpistas catalanes y a los herederos del tiro en la nuca vascos sosteniendo en el Parlamento al gran impostor.
La derecha española es así, medrosa y asustadiza. Corta de vuelo. Dispuesta a hacerse perdonar por la reaccionaria izquierda patria. Los viejos complejos de siempre. Porque parece que en Génova –se supone que con el v/b de Núñez Feijóo- han elegido Extremadura para orquestar una maniobra de distracción destinada a dar contento a la izquierda, como si la izquierda fuera a perdonar algo algún día a la derecha. Se trataría de no pactar en Mérida con Vox para que no se diga. Para que la izquierda no diga que pactamos con Vox. Y ahí saltan chispas. Ahí sale a relucir lo peor del PP. El partido carente de una mínima base ideológica liberal o la reedición del pestilente marianismo dispuesto a sacrificar cualquier tipo de principio en el altar de la conveniencia. Lo hace de la mano de una mujer indescriptible, una Yolanda Díaz versión PP, una mujer que, equivocada la militancia, parece haberle comprado a la izquierda toda su quincalla ideológica, todo su argumentario de mercadillo, desde la violencia machista hasta el lobby LGTBI. Nadie ha oído todavía a la doña una reflexión seria sobre la necesidad de sacar a Extremadura de la cola del desarrollo español y de mejorar el nivel de vida del extremeño medio.
Nadie ha oído todavía a la doña una reflexión seria sobre la necesidad de sacar a Extremadura de la cola del desarrollo españoly de mejorar el nivel de vida del extremeño medio.
Lo peor del PP y sin duda lo peor de Vox. Nadie sabe realmente qué es lo que ha ocurrido en Vox en las últimas semanas. Será necesario dejar pasar algún tiempo para valorar en profundidad lo que parece un golpe de mano interno que podría haber arrebatado el control del partido a Abascal, dejándolo en manos de una guardia de corps que es quien realmente toma las decisiones, impone la línea ideológica y toma las decisiones estratégicas en la formación. En Vox parece haberse producido una llamativa mutación. El partido concebido como un instrumento, que eso ha sido para muchos españoles de centro derecha, un instrumento para obligar al PP de Marianos y Sorayas a realizar las reformas de fondo que el país reclama desde finales de los noventa, reformas constitucionales incluidas, se ha transformado en algo distinto al abandonar esa razón instrumental para convertirse en un fin en sí mismo, un partido férreamente jerarquizado, obsesionado con la ocupación del poder por el poder. Un miembro más de la partitocracia que nos asola. Los Buxadé de turno han decidido que, agotadas las posibilidades de crecer por el flanco de los 3,7 millones de votos que en diciembre de 2015 abandonaron el PP de Rajoy –votos que Vox se repartió con Ciudadanos-, ahora se trata de cambiar de rumbo para intentar pescar en los caladeros del “voto obrerista”, en clara mutación hacia un partido de corte lepenista.
Lo que parece claro es que ese voto urbano de clase media que ha quedado huérfano tras la debacle de Cs, ese voto culto alarmado por la deriva del país hacia la irrelevancia, si no hacia la pura catástrofe, tras cinco años de Gobierno Frankenstein, ese voto a quien Feijóo no termina de convencer para que regrese a la “casa del padre” y que estaba pensando coger la papeleta de Vox con la única y exclusiva idea de que, Gobierno de coalición mediante, obligue al PP a poner en marcha una serie de reformas básicas mínimas destinadas a alterar el rumbo de colisión que el sanchismo ha impuesto al país, ese voto, digo, difícilmente va a recalar ahora en un partido de derecha dura de corte lepenista. Y no se trata de que los medios ataquen a Vox, Santiago, no te equivoques, no es eso, no es eso, que todavía queda gente que escribe lo que piensa; se trata de que ese partido instrumental que era Vox parece haber desaparecido para siempre. Algo que probablemente podría lamentar la formación la noche del 23 de julio.
Nadie sabe en qué terminará lo de Extremadura, con un PP cogido en el cepo de sus miedos a hacer lo que tendría que hacer con independencia de lo que opine la izquierda y un Vox dispuesto a cobrarse en oro de pura ley el peso electoral que no tiene en la región
Nadie sabe en qué terminará lo de Extremadura, con un PP cogido en el cepo de sus miedos a hacer lo que tendría que hacer con independencia de lo que opine la izquierda y un Vox dispuesto a cobrarse en oro de pura ley el peso electoral que no tiene en la región. Lo que está claro es que, hoy por hoy, Sánchez tiene a la oposición donde probablemente nunca imaginó que la tendría a un mes justo de las generales del 23 de julio: a la greña, en plena gresca, atizándose a garrotazo limpio ante la perplejidad de su potencial electorado, ante el pasmo de millones de ciudadanos que no pueden creer lo que están viendo. El riesgo es que, galgos o podencos, la disputa termine por hartar a mucha gente induciéndole a quedarse en casa. El riesgo de que esta estúpida pelea entre dos partidos condenados a entenderse termine por frustrar esa mayoría electoral de derechas imprescindible para desalojar al sátrapa.
El horizonte que se abre ante un futuro gobierno presidido por Feijóo es aterrador, enfrentado a una situación económica peor que la que Rajoy heredó de Zapatero en 2012, obligado a poner en marcha un plan de estabilización de la cuentas públicas y a acometer reformas estructurales destinadas a romper la doble mordaza, regulatoria y fiscal, tejida en torno a la empresa española y a liberalizar la economía. Más grave aún, más importante, será meterle mano a la crisis política y social en que vive inmerso el país desde 2018, poniendo en marcha la agenda de reformas propia de una sociedad adulta, capaz de tomar sus propias decisiones de forma libre e independiente lejos de la tutela de un Estado todopoderoso. Devolver a los ciudadanos el control sobre sus vidas y haciendas. Pero eso vendrá después. Ahora lo urgente es desalojar a Sánchez de la presidencia del Gobierno. Lo inaplazable es echar a Sánchez el 23 de julio. Se trata de una auténtica emergencia nacional. Razón de más para que Feijóo y Abascal dejen de pelearse. Como escribió el polifacético George Steiner, “no tener miedo a hacer lo que hay que hacer, sin perderle nunca el respeto a la razón y llamando a las cosas por su nombre, es una cuestión de simple dignidad”. La obligación de ponerse de acuerdo para liquidar a Sánchez. España jamás les perdonaría lo contrario.