Iñaki Unzueta-El Correo

  • Para el pensador alemán, la autodeterminación democrática no tiene el sentido excluyente de la independencia, sino el de incorporar por igual a todos los ciudadanos

He leído con interés los dos últimos artículos publicados en EL CORREO por el profesor de Derecho Internacional Privado de la EHU-UPV Juan José Álvarez, sobre los cuales quería hacer algunas consideraciones. En ‘Euskal Herria, una confederación cultural y emocional’ (12-3-23) hace gala en apariencia de un nacionalismo amable, cuidándose de acercarse a posiciones primordialistas o esencialistas, para no decir cosas tales como que «la nación es algo natural que siempre ha estado ahí». Es así como llega a una definición de Euskal Herria como nación cultural que, «de llegar a institucionalizarse como realidad política, no sería un Estado simple o unitario, sino que se articularía como una confederación, respetando los orígenes políticos de los diferentes pueblos o naciones que lo conforman y reconociendo su respectiva singularidad».

Sin embargo, seguidamente se dedica a apuntalar la tarea principal de todo nacionalista, que consiste en la sacralización de la nación por dos vías: de una parte, resaltando los contenidos étnicos de la misma y, por otra, levantando las fronteras que delimitan la identidad de la comunidad nacional. Álvarez fusiona idioma y territorio. Euskara y Euskal Herria como realidad sentimental: «Una gran mayoría de ciudadanos vascos nos sentimos como en casa, en nuestro territorio vital, en el Baztán, en Iruña, en Baiona o en Vitoria-Gasteiz (…). Nos sentimos identificados y reconocidos (…). Y es, además, por encima de todo, el territorio del euskera, en el que se desarrolla nuestra realidad cultural».

Es así como el profesor Álvarez establece los límites del espacio sagrado de la nación y del «nosotros nacional». En consecuencia, si, por encima de todo, el núcleo de la identidad es el euskara, si la realidad cultural gira en torno al mismo y si, como no puede ser de otro modo, una de las funciones principales de ese hipotético Estado vasco sería la construcción de la nación, no entiendo cómo serían respetadas las otras identidades, no sé cómo a un adolescente en crecimiento y carnívoro hambriento se le reconviene para que coma acelgas en lugar de un buen chuletón.

Si en Euskal Herria, una confederación cultural y emocional, los elementos centrales del nacionalismo aparecen semiocultos, si las aristas más cortantes de la construcción nacional son veladas, quizá derivado ello de un ‘wishful thinking’, un pensamiento ingenuo sobre un Estado vasco ideal que a nuestro autor le gustaría alcanzar, en el segundo artículo, ‘Ciudadanía e identidades’ (4-6-23), en su empeño de presentarnos un Estado vasco plural y respetuoso con todas las identidades, se ampara en la autoridad de Habermas que pone en conexión ciudadanía e identidad nacional. Sin embargo, mientras que Habermas sitúa la formación y el desarrollo de la identidad en el marco de la nación «a la francesa», de la nación cívica creada por el Estado como proyecto normativo, la identidad de Álvarez es la identidad étnica, su nación no es la cosmopolita, sino la cultural.

A mi entender, si la nación de Habermas se define por la soberanía, la única comunidad política es la «comunidad de ciudadanos» que legitima la acción interior y exterior del Estado. Por el contrario, según el proceso de nacionalización del profesor Álvarez, no puede entenderse por comunidad nada más que aquella constituida por un cuerpo de personas unidas en la defensa de una misma doctrina comprehensiva, cuando la característica de las sociedades avanzadas es el hecho del pluralismo razonable de ciudadanos que tienen concepciones filosóficas, religiosas y morales diferentes, y en muchas ocasiones irreconciliables.

Con todo, la cuestión más grave y fundamental que se deriva de la concepción habermasiana de la nación y de la identidad y que Álvarez soslaya es el concepto de patriotismo constitucional. Ante el pluralismo razonable y en ocasiones irrazonable de las sociedades avanzadas con algunas formaciones que pretenden derribar el orden constitucional, el patriotismo constitucional es el constructo que Habermas idea como forma de anclaje de integración postnacional, pensado precisamente para hacer frente al peligro de fragmentación de los Estados nacionales.

Por ello, según Habermas, la autodeterminación democrática «no tiene el sentido colectivista y excluyente de la afirmación de la independencia nacional, sino el sentido inclusivo de una autolegislación que incorpora por igual a todos los ciudadanos (…) sin ‘integrarlos’ en la uniformidad de una comunidad homogeneizada». Se trata de un vínculo político cristalizado en una legislación democrática. No se trata de una comunidad política con una identidad que arranca en un tiempo remoto, sino de una comunidad como conjunto de ciudadanos que en un marco democrático de decisión y justicia se aseguran mutuamente derechos y libertades. Si el profesor Álvarez hubiera llegado hasta el final en el desarrollo de la tesis habermasiana, y fuera consecuente con la misma, habría alcanzado la misma conclusión.