José María Ruíz Soroa-El Correo
Acostumbramos a esperar de los políticos una cosa y la contraria, de forma que al final el desengaño, la desconfianza y la animadversión hacia ellos está garantizada
Cambiemos por un día, y ninguno mejor para ello que el de hoy, el enfoque direccional habitual en la política. Dejemos por un día de comentar el espectáculo que nos ofrecen los políticos en el teatrillo público, olvidemos por un rato sus comportamientos, defectos, incapacidades y carencias (la lista de epítetos negativos puede ser inacabable), y hablemos en cambio del público, hablemos de nosotros mismos, de esos seres llamados con una pompa un tanto cursi «la ciudadanía». De cómo nos comportamos en esta democracia de masas moderna que adopta el formato de una «democracia de audiencia», según los politólogos. Hablemos hoy de la audiencia y no de los actores ni de los empresarios de la obra.
Tomo prestadas las palabras de Benigno Pendás, que se inspira a su vez en Schumpeter: los seres humanos somos muy indulgentes con las miserias que jalonan sin remedio nuestra existencia personal o profesional. La inmensa mayoría de nosotros sabe transigir con los límites que impone el principio de realidad en la vida y en nuestros proyectos. Asumimos, con más o menos coste de elaboración y gestión síquica, nuestros fallos, fracasos e insuficiencias. Pues bien, es más que probable que traslademos una gran parte de la frustración que se produce en la vida propia debido a fracasos e insuficiencias personales a la vida pública, y que por ello exijamos a los políticos «más» que a nosotros mismos. Que tengamos dos varas de medir, una de ellas realista y comprensiva para nosotros, y otra utópica y exigente para ellos. Más que probable esta versión de la teoría del embudo.
Es curioso, sin embargo, que esta dualidad de varas de medir no tiene por qué considerarse como algo negativo, sino más bien como uno de los méritos de la democracia, que consistiría precisamente en aliviar las tensiones sociales porque deja espacio para el desahogo de los individuos y de los grupos. Permite aplicar a otro, a un otro encumbrado y famoso, esa regla que no hemos sido capaces de cumplir en nuestro círculo íntimo. La democracia, escribía hace muchos siglos Aristóteles, es un régimen político mediocre, pero porque se adapta precisamente a la dominante mediocridad de los seres humanos. La mediocridad no es un juicio peyorativo ni del régimen político ni del ciudadano, sino un homenaje al realismo en la comprensión de lo que es la condición humana.
Por su parte, Juan Jose Linz estudió en sus últimos años las actitudes que adopta el público ciudadano para con los políticos y los partidos y desveló que tales actitudes están plagadas en las democracias de paradojas y contradicciones. Vamos, que acostumbramos a esperar de los políticos una cosa y la contraria, de forma que al final el desengaño, la desconfianza y la animadversión hacia y para con ellos está garantizada. Por ejemplo, les pedimos que piensen sobre todo y ante todo en lo común, en el interés de la sociedad como un todo, pero les exigimos que se diferencien nítidamente entre ellos, que no digan todos lo mismo. Esperamos de ellos que representen mis intereses y los de la gente como yo, pero criticamos que representen los intereses de otros como si ello fuera malévolo o conspirativo. Que sean como las personas corrientes y sepan lo que vale un cortado y al mismo tiempo que sean competentes y expertos en todo. Que sean próximos y empáticos, pero también reflexivos y superiores. Criticamos su profesionalización, pero abjuramos de que tengan una vida profesional o una empresa al margen de la política. Nos gusta la personalización de la política en líderes fuertes, pero despreciamos que los partidos carezcan de un ideario denso.
Les pedimos a los partidos que sean internamente abiertos a la discusión y a la competencia, pero castigamos implacablemente cualquier atisbo de fraccionamiento en ellos: si no consiguen mantenerse férreamente unidos no valen. Les pedimos que se distingan y compitan entre ellos, pero odiamos la política partisana y exigimos unidad. Y así un largo etcétera de paradojas que garantizan inexorablemente un resultado: el desengaño y la desafección. No tanto, o no sólo, por los deméritos de los políticos como por los desenfoques del público al sostener expectativas contradictorias.
Expectativas irreales que no solo se refieren a los políticos como actores, sino a la misma política como actividad. Mantenemos una visión de la política como si fuera una palanca poderosa para la modificación de la realidad y la construcción de una sociedad diversa y mejor, una visión que sólo puede definirse como «heroica». Cuando en realidad la política es en su inmensa mayor parte la gestión de lo necesario, la búsqueda de oscuros arreglos entre intereses contrapuestos y demandas sectoriales. Pero nuestras expectativas son infinitamente más elevadas, hablamos de justicia, libertad, igualdad, seguridad, armonía, paz, y otros valores absolutos como si estuvieran ahí a la vuelta de la esquina y conseguirlos fuera sólo cuestión de buena voluntad.
Obligamos a los políticos a prometernos tamañas desmesuras y a pujar por absurdos mundos de armonía de intereses porque creemos que pueden conseguirlos. Con lo que al final la política real, la de los días corrientes, no es sino la gestión de la gran desilusión o cómo sobrellevar la decepción sin caer en la desesperación.
Pero, recuerden, en gran parte los responsables somos nosotros, la ciudadanía.