IGNACIO CAMACHO, ABC 06/02/14
· El diálogo sobre la autodeterminación es inviable. El Estado español no puede discutir la forma de romper España.
La política contemporánea ha mitificado el diálogo como sublimación del idealismo democrático; lo ha convertido en un mantra superior al concepto del imperio de la ley. Las leyes son una especie de inconvenientes que se pueden superar dialogando, un chicle que se mastica y moldea con buena voluntad de interlocución. Los mismos que desafían la ley piden dialogar con los que la cumplen para que les permitan saltársela, y si no se avienen quedarán retratados como ceñudos intolerantes que se niegan a hablar como personas civilizadas. Al chantaje político se suma así un chantaje moral que estigmatiza de autoritarismo a sus propias víctimas.
En política se puede y se debe dialogar de presupuestos, de inversiones, de proyectos legislativos, de repartos de competencias, de cualquier cosa susceptible de ser pactada en términos de compromiso práctico. Esa es la base del juego democrático. Pero todo diálogo tiene unas condiciones, unos límites, que no se pueden saltar sin afectar a los principios de la convivencia. El primero es que no se discute bajo amenaza porque entonces no se trata de un debate, sino de una coacción. Y el segundo consiste en que el hecho de hablar no implica la obligación de llegar a acuerdos, y menos para violentar las normas de funcionamiento del sistema, las propias reglas del juego. Son las leyes las que marcan la pauta del diálogo, no al revés.
Por eso es inviable cualquier transacción o convenio sobre la autodeterminación de Cataluña. El Estado español no puede discutir sobre la forma de romper España. Ni el presidente Rajoy ni ningún otro –lo recalcó González en un reciente programa de TV– está autorizado a disponer de un patrimonio que no le pertenece. Y cuando Artur Mas se queja de falta de diálogo miente: sí ha habido diálogo, hasta el pasado agosto, como él mismo admite, pero se ha acabado porque él no estaba dispuesto a abandonar su radical pretensión impositiva ni a retirar su proyecto de referéndum ilegal.
La vicepresidenta Sáenz de Santamaría y Duran Lleida pueden conversar –y lo hicieron el lunes, sin ir más lejos– sobre estrategias parlamentarias o explorar fórmulas de financiación y encaje autonómicos. Lo que no está a su alcance ni al de sus jefes, por mucho que dialoguen, es decidir que la nación española deje de serlo. No hay nada más estéril que explicar lo obvio.
Mas llama dialogar a exigir. Atrincherado en su demanda coactiva reclama un imposible y conmina un acuerdo. Si no lo obtiene se presenta, lo que en el fondo es su intención última, como víctima de una conjura de intransigencia y silencio. (Algo parecido hacía Ibarretxe con su meliflua muletilla de «qué hay de malo en ello»). Y se queja, como ejemplo de amarga e inmerecida desconfianza, de que Rajoy no le haya dado siquiera su teléfono. Después de lo de Bárcenas está el presidente como para intercambiar con cualquiera unos sms…
IGNACIO CAMACHO, ABC 06/02/14