Enrique Morera, LA RAZÓN, 30/10/12
El s. XIX y el primer tercio del s. XX hasta la Guerra Civil constituye el período en el que se consolida de forma continuada e intensa la voluntad autonomista de Cataluña. Los Estatuts de 1932, 1979 y 2006 (aún recortado) son la culminación de esa aspiración catalana que arranca, en el primer tercio del XIX, con el fenómeno cultural de la Renaixença (Clavé, Verdaguer, Guimerà…), que entronca en el último tercio del XIX con la inestabilidad política del reinado de Isabel II, las Guerras Carlistas, el Sexenio Revolucionario, la Restauración con Alfonso XII y las guerras coloniales. La España convulsionada con una Cataluña también dividida propició que aflorara el permanente deseo de cualquier oligarquía de escaparse del «follón», y al mismo tiempo de aprovechar la situación para recuperar o asumir parcelas de poder. La pérdida de las colonias (1898) fue la puntilla. Cataluña no fue una excepción, y además podía echar mano del hecho diferencial que permitió exacerbar su intento de huida, aun a pesar de que no fuera mayoritariamente secesionista. La situación de hoy es pareja si sustituimos la inestabilidad política del XIX y principios del XX, con sus propias crisis mercantiles y financieras, por la actual y profunda problemática económica.
Cataluña siempre ha sufrido más las crisis, porque mayor siempre ha sido su desarrollo. En el Principado empezó la revolución industrial y ahora, precisamente por su PIB diferencialmente mayor al del resto de las autonomías, el paro y la penuria se notan con especial intensidad. Vayamos un poco más atrás.
A poco que se bucee en la historia de forma objetiva, se constatará que el golpe (1923) de Primo de Rivera, a la sazón Capitán General de Cataluña, contó con el pleno soporte de la burguesía industrial y rural catalana, que volvió a apoyarse en los somatenes (cuerpo parapolicial con remoto origen en 1068) asumiendo, sin resistencia destacable, las restricciones acordadas para símbolos y lengua, ya que eran otros los problemas que se anteponían en el Principado. Un prohombre catalán Alfons Sala y Argemí asumió la Presidencia de la Mancomunitat y preparó su disolución. La dictablanda sólo encontró oposición por parte de los sindicatos obreros, los republicanos y en el intento (1926) de lucha armada de Francesc Macià, que antes había ido a Moscú a solicitar ayuda para su partido independentista, Estat Catalá, que acabó fusionándose con Esquerra. Tácticamente moderó su posición y aceptó la autonomía pactando con el Gobierno en 1931.
La neutralidad de España en la I Guerra Mundial (1914-1918) había traído hasta 1917 una época de esplendor para los negocios especialmente destacable en Cataluña. La consecuencia fue una escalada de precios en toda España que no vino acompañada de subidas salariales. El proletariado urbano y las clases populares sufrían las consecuencias. El ideal autonomista surgía por doquier. En Andalucía resurge la Constitución Federal Andaluza (Antequera 1883) con la Asamblea de Ronda de 1918 y el manifiesto de Blas Infante de 1919. España estaba en llamas. En Cataluña se produce el intento de aprobar el Estatut de 1919 (claro antecedente del de 1932) mediando consulta popular. Cambó llegó a decir que era la «solució autonomista del problema català». La agitación social por toda España produjo la caída del Gobierno de Romanones en abril de 1919, después de firmar el «Decreto de la jornada de ocho horas». La autonomía seguía esperando. El intento de 1919 venía de más atrás.
La Semana Trágica en 1909 y el Tancament de Caixes en 1899 (huelga de establecimientos), que muy equivocadamente se suelen poner como ejemplos de la represión del Estado al nacionalismo catalán, no fueron más que hechos directamente desencadenados por la crisis de 1898 (pérdida de las colonias) con el alza de impuestos para cubrir el déficit de guerra y el surgimiento de los movimientos obreros que unieron a socialistas, anarquistas y republicanos en torno a Solidaritat Obrera en oposición a los conservadores catalanes de Solidaritat Catalana (Lliga). Los catalanes también estaban divididos. La crítica de Joan Maragall a la burguesía catalana por su responsabilidad en los hechos de la semana trágica es una buena prueba de ello.
Las Bases de Manresa (1892), debido a su inviabilidad –se pretendía hasta la acuñación de moneda–, fueron pronto abandonadas por sus propios promotores pero evolucionaron y cristalizaron en un movimiento autonómico realista y viable dentro de España al que Cataluña siempre ha aspirado, homologando a España al paradigma de un moderno estado, alejado del absolutismo y del centralismo. Hoy nadie –en su sano juicio– puede predicar que España no es uno de los estados más descentralizados del mundo, por más que se hayan puesto de manifiesto ineficiencias de todo orden en el corto proceso en el que se han ido transfiriendo las competencias.
Destacable resulta que durante la I República (1873), dos de sus presidentes fueran catalanes, Francesc Pi i Margall i Estanislao Figueras. El compromiso con España era absoluto, hasta el punto de que el primero declaró que si las Cortes Constituyentes no declaraban la república federal (equivalente a nuestro sistema autonómico), él acataría cualquier otra decisión distinta siempre que fuera democrática. Frente a quienes niegan legitimidad al ordenamiento encarnado en la Constitución, ¡esto sí que resulta ejemplar! Nada que ver con una voluntad secesionista unilateral declarada, aunque últimamente ya resulta matizada, por el Sr. Mas.
En el período de finales del XIX y principios del XX no resultaba tan fácil «alejarnos» de España como ahora. Los catalanes habían derramado su sangre durante siglos por España y en la memoria de Cataluña se encontraba muy fresca la decidida participación de sus hijos en las guerras coloniales (levas aparte) de España. Aún hoy llegan a nuestros oídos aquellas gestas y la sangría sufrida, a través de nuestra más famosa habanera: «El meu avi va anar a Cuba a bordo del Català el millor barco de guerra de la flota d’ultramar. El timoner i nostramo (patrón) i catorze mariners eren nascuts a Calella, eren nascuts a Palafrugell… Arribaren temps de guerra de perfídies i de traicions i en el mar de les Antilles retronaren els canons. Els mariners de Calella i el meu avi enmig (en medio) de tots varen morir a coberta, varen morir als peus del canó». Muy pocos saben (no interesa la épica militar porque suena a fascismo) que como mínimo, y que se sepa, un 10% de los héroes del destacamento de Baler (Filipinas; 1898-1898) eran catalanes.
Los bombardeos de Barcelona de 1842 y 1843 y el sofoco de la insurrección de 1856 –a los que desde el sectarismo interpretativo de la historia se ponen como ejemplo de una continua represión anticatalana–, no se pueden desvincular del inicio de la Revolución Industrial en Barcelona y de la protestas populares que de ella se derivaron, así como de las medidas liberales progresistas de Espartero abriendo España al comercio internacional (Tratado con Inglaterra). La alianza entre los «señores», que ven amenazados sus beneficios, y la incipiente y sufrida clase proletaria, y no su afán de independencia o autonomismo, fueron los determinantes de los levantamientos sofocados.
Nadie quiere recordar que nuestro general Prim (qué poco se habla de él en el Principado), uno de los más ilustres catalanes del XIX, fue el responsable del bombardeo sobre Barcelona de 1843, cuando él mismo había sido el primer crítico con Espartero. ¿Quién puede decir que Prim no fuera un gran catalán? Nada mejor que la figura de Prim para simbolizar la simbiosis entre Cataluña y España, porque también fue un gran español. Fue el impulsor de la fracasada nueva dinastía en el Reino (Amadeo I de Saboya, 1871) con un fuerte apoyo social en Barcelona, y se había jugado la vida por España al frente del Tercio de Voluntarios Catalanes en la guerra de Marruecos (Tetuán y Wad-Ras; 1860). Cuando O’Donnell le indicó a Prim que los voluntarios estaban faltos de instrucción (se organizaron en muy pocos días), éste contestó: «Mañana la completarán en la batalla». Después de la campaña (403 bajas entre muertos y heridos), O’Donnell manifestó: «Los valientes catalanes han completado su instrucción con honores». Así bien reza el cantar: «…son cinq cents homes, que en llunya terra, glories a Espanya varen donar…»
El dramatismo que refleja el cuadro del gerundense Francesc Sans i Cabot (1828-1881) enlaza con la simbología del heroísmo catalán (Prim a caballo), que no renuncia a su personalidad diferencial (voluntarios con barretina) pero que sirven y mueren por España.
Poco analizado se encuentra –probablemente porque no interese–, el pensamiento mayoritario del importante y reconocido internacionalmente movimiento cultural, pictórico y arquitectónico integrado en el modernismo catalán. En palabras del escritor Joan Fuster, el modernismo catalán significó la transformación de una «cultura regional y tradicionalista en una cultura nacional y moderna». Con el modernismo se superaba el arcaísmo de la Renaixença, sin abandonar sus raíces y características propias, en el contexto de un pujante desarrollo de Cataluña. La influencia de las experiencias en el extranjero de muchos de sus integrantes (París, Roma, Londres…) tuvo mucho que ver para abandonar los límites de una Cataluña que pretendía encerrarse en sí misma.
Habrá que seguir «refrescando» la historia. Continuaré.
Enrique Morera, LA RAZÓN, 30/10/12