ANTONIO RIVERA-EL CORREO

  • La izquierda abertzale busca ser reincorporada al juego de fuerzas, lo que le exige rectificaciones. Pero sin cuestionar el sentido histórico de 50 años de ETA

«Roma locuta, causa finita». Habló la cárcel y el asunto de los ‘ongi etorris’ es historia. En la tradición etarra es recurrente el recurso a la consulta a las cárceles. Desde la Carta a los Makos de mayo de 1970 al referéndum en las prisiones iniciado a finales de 2010 y que precedió al anuncio de final del terrorismo meses después, la izquierda abertzale siempre ha manejado el argumento de autoridad que procede de sus presos. Y esto porque, desde su mirada, estos son sus víctimas y su testimonio tiene, por tanto, el valor que no tiene el de los demás.

De manera que no ha de sorprender que la declaración del lunes del denominado colectivo de presos de ETA (EPPK) enmiende la plana a sus correligionarios en el Parlamento vasco. Estos, hace solo dos semanas, defendieron que los recibimientos públicos no eran ofensivos para las víctimas, sino simples actos de reintegración de los ex presos a su entorno familiar. En coherencia con ello, habrán pensado en las cárceles que la familia se reúne en espacios privados y no en la plaza mayor del pueblo o en el salón de sesiones municipal. Pero la contradicción no es tal, y, de serlo, no tiene más recorrido: en la praxis revolucionaria cada agente juega el rol que conviene al grupo a cada instante y se reparten los papeles en beneficio del mismo.

Indudablemente, el pronunciamiento es una victoria ciudadana y, en particular, de los colectivos de víctimas que llevan años denunciando estos akelarres. Confiemos en que el tiroteo dialéctico partidario no nos haga al final cambiar de opinión y pensar que se trata de otra derrota del vencedor. Pero tampoco tenemos que ser ingenuos y creer que esta solemnidad es gratuita. La causa pendiente que tiene la izquierda abertzale en este momento es la de sus doscientos presos. El objetivo es tanto el acercamiento a prisiones vasconavarras o cercanas como el facilitar las condiciones y el tiempo de cumplimiento de sus condenas. El final del terrorismo se ha producido aquí sin negociación, por lo que no hay opción para una salida colectiva de los encarcelados. Lo que lleva a que la estrategia no sea otra que facilitar el contexto que lubrique convenientemente los cambios de grado o acelere el final de los cumplimientos, todo ello dentro de las posibilidades de la ley y de la norma penitenciaria. Para los apocalípticos, esto se traduce en rendición del Estado de Derecho; la declaración no sería sino otra expresión más de esa negociación encubierta entre el Estado y ETA (o lo que la represente hoy). Para un análisis más mesurado, la izquierda abertzale no está haciendo sino facilitar las posibilidades que tiene cada uno de sus presos dentro del cumplimiento de la ley.

¿Se podía haber abordado y hasta resuelto este asunto sin esperar a que sus protagonistas le pongan fin por su cuenta? ¿Tenía margen para ello el Estado de Derecho en una democracia no militante como es la nuestra? No es tan fácil como parece, pero una intervención administrativa siempre ha sido posible: actuar desde los poderes públicos para preservar los derechos de las víctimas conforme a la ley, por ejemplo, habría evitado los ‘ongi etorris’ y obligado a sus celebrantes a iniciar la peregrinación judicial para defender los suyos, y no del revés, como ha ocurrido. Aquellas iniciativas policiales de Rodolfo Ares en el Gobierno de Patxi López fueron tan incomprendidas al pronto como finalmente eficaces para sacar del espacio público el enaltecimiento del terrorismo y de los terroristas. O sea que posibilidades siempre ha habido: si ha faltado entusiasmo, disposición o arrojo, eso ya es opinable.

En todo caso, lo indiscutible es que la declaración desde las cárceles desactiva otro factor disruptivo más en este largo camino hacia el final de esta historia. Igual que este hemos visto desaparecer otros más -empezando por el principal: la propia existencia de la banda- y seguiremos viendo otros. Todo responde a la misma esencia y orquestación: la parte política de ese mundo tiene que conseguir ser reincorporada al juego de fuerzas con todas sus consecuencias, y para ello necesita rectificaciones. Pero al mismo tiempo no puede poner en tela de juicio el sentido histórico de los cincuenta años de historia de ETA. Y esto porque, como bien vio Manu Montero, fue ETA la que creó la cultura política de la izquierda abertzale, que no al revés. Cuestionar lo primero sería hacerlo del conjunto; esto es, un suicidio político.

Pero algo acabaremos viendo. Al sumarse el PNV al coro de los que exigen un rechazo radical de la historia de ETA por parte de sus partidarios, el listón alcanza el punto crucial del ser o no ser. Sin embargo, ese mundo se ha movido siempre en esa cuerda floja, y lo ha hecho con destreza. No sé si llegaremos a leer un día una declaración afirmando que ‘nunca debimos hacerlo’ -no eso de que nunca debió pasar-, pero, si sucede, se lo dejarán para decir a los presos que todavía les queden. En la praxis revolucionaria, la sinceridad del reconocimiento está al servicio del objetivo final.