Fernando Navarro-El Español
  • Sánchez acudió a las elecciones prometiendo que no haría lo que acabó haciendo por siete votos. Entonces ¿cómo ha podido producirse esta quiebra moral?

Habrá que jurar que todo esto ha ocurrido. Así tituló Rafa Latorre su crónica del asalto a la democracia por los nacionalistas en octubre de 2017. Hacía referencia a la incredulidad que experimentamos en ese momento. Por el golpe, claro, pero también por lo estrafalario de los personajes, la falsedad radical de sus argumentos y la desvergüenza con la que consumaron su atropello.

Gabriel Rufián, en el Congreso de los Diputados, frente a Pedro Sánchez.

Latorre parecía creer que la historia, que suele ser pudorosa ante lo ridículo, acabaría por difuminar la realidad y sustituirla por un relato edulcorado.

Fue excesivamente optimista. La amnistía aprobada en el Congreso refrenda el golpe de 2017 y nos explica que los que obramos mal fuimos nosotros. Desde ahora queda claro que los malos de la película fueron los que se manifestaron el 😯 en defensa de la democracia, los policías que pretendieron defender el orden y los jueces ante los que respondieron los culpables.

La amnistía nos explica que todos nosotros juzgamos injustamente a los protagonistas del grotesco sainete nacionalista. Sainete que ahora se eleva a la condición de relato canónico: «esto», parece decir la ley de amnistía, «es lo que debe considerarse normal, cierto y adecuado a partir de ahora».

Y qué siniestro y peligroso es este nuevo episodio. La amnistía volatiliza la igualdad ante la ley y la separación de poderes. El Poder Ejecutivo, amparado por el Poder Legislativo, realiza una incursión en el Poder Judicial para rescatar a unos delincuentes cuyos votos necesita.

Con esto, la Constitución recibe un par de torpedos al que hay que añadir el que se dirige a su artículo 9, ese que prohíbe la actuación arbitraria del poder.

«Esta amnistía se ha diseñado para favorecer a unas personas concretas que incluso han colaborado en su redacción»

En primero de Derecho aprendimos que las leyes deben ser generales y abstractas, y por tanto impersonales, y enseguida lo asimilamos. ¿Cómo podría ser de otro modo?

Pero esta amnistía se ha diseñado para favorecer a unas personas concretas que incluso han colaborado en su redacción.

Lo que ha vendido Sánchez no es sólo la impunidad, sino el propio Estado de derecho.

Habrá que jurar que esto ha sucedido a la vista de todos, pero nadie podrá alegar ignorancia. Este desplazamiento de España hacia la bananera república de San Teodoros (con la simultánea conversión de sus políticos en los Alegres Turlurones) ha tenido lugar a plena luz del día. Nadie ha podido dejar de ver el carácter inmoral de la transacción porque se ha hecho ante nuestras narices.

Sánchez acudió a las elecciones prometiendo que no haría lo que acabó haciendo por siete votos. Le hemos oído a él mismo, a Félix Bolaños, a Carmen Calvo y a tantos otros, negar de forma tajante la mera posibilidad de la amnistía y su imposible encaje constitucional.

Entonces ¿cómo ha podido producirse esta quiebra moral?

Cierto, Sánchez es un aventurero sin escrúpulos, capaz de provocar conflictos diplomáticos simplemente para acceder a un caladero de votos. Y los políticos del PSOE han demostrado que lo que los guiaba no era la vocación de servicio público, sino de autoservicio (ay, ese Artemi Rallo Lombarte, diputado y catedrático que ha salido del anonimato para revelar que es indigno de ambos títulos).

«Sánchez ha demostrado que muchos de sus electores han renunciado a ser ciudadanos responsables y han preferido ser estabulados con los colores de la tribu»

Y qué decir de la prensa, simbolizada por esos periodistas que, el día en que se escenificaba la mayor corrupción de la democracia, revoloteaban en torno a Óscar Puente para preguntarle… por Taylor Swift.

Todos ellos se jugaban su confort, y ninguno ha querido renunciar a él.

¿Y los ciudadanos? Ya sabemos que el voto es, mayoritariamente, identitario, y que por eso los votantes siguen mansamente a sus partidos allá donde van. Pero ¿tan lejos como para comprometer sus propias posiciones morales? ¿Y tantos de ellos?

Hay que concluir que sí.

Sánchez ha demostrado que muchos de sus electores han renunciado a ser ciudadanos responsables y han preferido ser estabulados con los colores de la tribu.

Todos los eslabones de la cadena moral han permanecido desactivados, y la irresponsabilidad ha fluido libremente por ella.

Hoy es nuestro Día Triste, y habrá que recorrer un largo camino para recobrarnos. Eso no hace falta jurarlo.