La principal obligación de un Estado consiste en subsistir, pero cuando detecta un problema localizado y permanente tiene dos opciones: buscar formas de entendimiento o ejecutar medidas drásticas. Felipe González asegura que se tendría que haber aplicado el artículo 155 hace cinco años al mismo tiempo que advierte de la «inutilidad» de la clase dirigente para encarar un asunto cuya naturaleza es política. Parece una disyuntiva contradictoria. Pero el problema de Mariano Rajoy es que, mucho antes de que la Generalitat planteara el referéndum como un trágala, ni intervino el Govern ni movió un músculo. Y el grano ha estallado.
El independentismo es responsable de la ruptura institucional, el destrozo económico y la quiebra social. Jordi Amat sostiene que el procés puede explicarse como la asunción progresiva por parte de una corriente central de la ciudadanía de Cataluña de una mutación del catalanismo. Ese proceso de cambio ha sido arrasado por la contumacia de los soberanistas en negar la realidad: el 47% de los votos da para gobernar, pero no para mutilar los derechos de la otra mitad.
Puigdemont pudo hacer política, y no sólo adelantando las elecciones y preservando el autogobierno. Pudo tejer una estrategia orientada a ensanchar la base social soberanista renunciando a la unilateralidad. No lo hizo y las consecuencias jurídicas son inexorables. Sin embargo, en la otra orilla también faltó pericia. Por error o por interés electoral, Rajoy ignoró el calibre de la marea secesionista. Desdeñó las señales de advertencia. Permitió la pseudoconsulta del 9-N, y alentó la idea de que, apartado Mas, se acababa el problema. Descartó, al contrario que sus predecesores, cualquier atisbo de negociación de calado. Evitó seducir, persuadir, convencer. Renunció al combate de la dialéctica y la propaganda. Eludió ejercer el liderazgo institucional. Se inhibió en el TC y luego en el discurso del Rey. No implicó a la UE ni a las cancillerías hasta el último momento. Y, aun con el 155, se empeña en tratar a Cataluña como colonia, no como una parte sustancial de España.
Su obligación no era responder a la declaración de independencia, sino haberla evitado. Para eso hubiera hecho falta determinación, pero también finezza. O sea, hacer política. Tocqueville avisó que es «más fácil aceptar una simple mentira que una verdad compleja». El pecado original de Rajoy es que no quiso explicar la compleja verdad a quienes fueron engañados con la simple mentira de una separación sin costes.