Fernando Savater, EL PAIS 13/11/12
Demasiado tiempo nos hemos dejado llevar por la trampa del independentismo.
Aseguraba Churchill que una regla elemental de etiqueta política prohíbe vocear “yo ya lo dije” cuando los acontecimientos históricos le dan a uno la razón. De modo que me limitaré a preguntarme que más debíamos haber dicho los que nos dedicamos a estas cosas, intelectuales o como nos llamemos, para advertir de lo que estaba pasando en Cataluña y prevenir contra lo que ya pasa ahora.
No es fácil establecerlo, porque tradicionalmente se ha considerado en este país –sobre todo entre quienes se consideran progresistas- que decir o, aún peor, hacer algo nítidamente claro contra los nacionalismos de tendencia separatista era empeorar las cosas. Si uno argumentaba contra las falacias de los agravios históricos o fiscales, contra las identidades milenarias, contra la inmersión lingüística que conculca el derecho a elegir ser educado en la lengua común, etcétera…siempre había un asno solemne para advertirnos de que estábamos “fabricando independentistas”. Si uno seguía la corriente al independentismo, planteando sólo aquí y allá una pega venial para minimizar daños, los independentistas ya fabricados nos utilizaban como argumento a su favor y nos animaban a dar el paso final, pasándonos del todo a su bando. O sea, tanto de un modo como otro, el resultado parecía ser inevitablemente más independentismo. Pares o nones, la casa siempre gana cuando los dados están trucados.
Por eso lo que se decía y lo que se callaba tenía un cierto tufo de manicomio: o se les daba la razón como a los locos o directamente uno se hacía el loco ante sus razones. Y así hemos ido tirando, hasta que las cosas se han puesto feas de verdad. El separatismo es una enfermedad política oportunista, que ataca a los organismos debilitados por estados carenciales. Y para Estado carencial, el español. Sin embargo, algunos nos negamos tanto a hacernos los locos como a dar por buenas locuras o aceptar fraudes ideológicos. Porque dar por buena y normal la locura en este terreno supone una profunda deslealtad: no con magníficas entidades como España o Cataluña, sino con nuestros compatriotas.
Ya sabemos que mantenerse leal a la cordura tanto propia como ajena puede tener consecuencias negativas para la reputación. Así, si uno recuerda ante ciertas proclamas lo que dicen las leyes vigentes que nos hemos dado los ciudadanos de este país (sobra decir que los catalanes como los demás), los nacionalistas le reprocharán que este “amenazándoles”. ¿Amenazando con qué? ¿Con aplicar la ley? ¿No será más amenazante decir que se está dispuesto a violarla o que se olvidará su aplicación si conviene a unos cuantos? Si se aportan datos contra la leyenda del expolio fiscal que padece Cataluña o se recuerda que ese lema de “damos más de lo que recibimos” es lo que dicen todos los ricos de este mundo frente a la obligación impositiva para sostener instituciones asistenciales que ellos no creen necesitar, se nos acusará de dar “patadas y puñetazos” a los catalanes cuando en realidad se les está tratando como a seres razonables. Etcétera.
El problema es que, en este asunto, cuanto podamos decir será utilizado en nuestra contra. Por eso resulta tan pueril la pretensión de buscar cambios legislativos para conseguir que los catalanes “estén cómodos” en España. Los catalanes no nacionalistas están comodísimos en España, negocian con ella, viajan por ella como por su casa (que lo es), comparten sus triunfos deportivos o su música, etcétera… la critican y la encomian con total naturalidad. Incluso a muchos nacionalistas les pasa lo mismo. Otros, en cambio, ni están a gusto ni piensan estarlo próximamente porque su razón de ser ideológica consiste en gestionar tal disconformidad.
Cambiar las cosas sólo para dar gusto a quienes no piensan estar a gusto nunca mientras sigan dentrodesazona a muchos y no contenta a los demás. Por ejemplo, la renovación del Estatuto. Antes de emprenderla, las encuestas decían que los catalanes eran una de las autonomías mas satisfechas con su reglamento. El referéndum para aprobar el nuevo –con ínfulas de Constitución alternativa- contó con una participación popular más baja que mediana. Ni en el parlamento español ni en el Tribunal Constitucional fue rechazado, sólo se hicieron esfuerzos para hacerlo compatible con la legislación estatal, tratando de que estar cómodos en España no consistiera en incomodar a España…como luego pareció ser el verdadero objetivo. En particular el Tribunal Constitucional, con un largo retraso fruto del pánico a desagradar, sentenció ciertos cambios a partir de un esfuerzo de interpretación que atenuara las flagrantes inconstitucionalidades en traviesos malentendidos. Pues nada, su dictamen fue considerado como un atropello imperdonable por quienes ideológicamente necesitaban una tiranía que padecer y no un estatuto del que disfrutar.
Ahora los contemporizadores apuestan por el federalismo, una propuesta que en su día –más anteayer que ayer- podría haber servido para clarificar los límites de los autogobiernos regionales pero que ni ayer ni hoy contentará a quienes precisamente pretenden abolirlos. El objetivo de las federaciones es organizar a quienes están separados y quieren unirse, no dar cauce a la asimetría y la desunión de los ya unidos. Por tanto el federalismo despierta mediano entusiasmo entre los que no son separatistas y rechazo entre los que lo son. Pero lo más sorprendente es que algunos no nacionalistas propongan aceptar como muestra de buena voluntad el posible resultado pro-independentista de un referéndum celebrado solamente en Cataluña, que por lo visto obligaría a replantearnos el Estado español.
Si se concede ese poder discrecional a una parte del territorio nacional, es que ya se la considera de facto como independiente: de otro modo, serían como es obvio todos los ciudadanos del país los consultados en cuestión tan trascendental. No sólo se trata de preguntar a los catalanes si quieren dejar de ser también españoles, sino a los españoles si quieren renunciar a ser también catalanes. Porque la automutilación y sus consecuencias no afectan sólo a los derechos de unos, sino a los de todos: el olvido de algo tan elemental como que el derecho a decidir unilateralmente la independencia es ya la independencia misma y por tanto la dimisión del estado existente viene a ser en sí mismo más patético y dañino que el posible resultado del propio referéndum.
De modo que, en vista de lo visto, habrá muchos que añoren la época dichosa en que tan simpático y fácil resultaba seguir haciéndose los locos.
Fernando Savater, EL PAIS 13/11/12