ÁLVARO DELGADO-GAL-ABC

  • En tanto que, fingidamente, Sánchez deshojaba la margarita, ministros y militantes se entregaban a extremos de sumisión deplorables

No ha sido infrecuente oír, en los medios de comunicación, la especie de que Sánchez ha amagado con volar la santabárbara para, al final, dejar las cosas como estaban. Yo soy menos optimista. El 29 de abril seguí por la radio, con profunda preocupación, la alocución del presidente. A partir de cierto momento empecé a tener la certeza de que, contra lo esperado, Sánchez iba a seguir apalancado en La Moncloa, lo que no auguraba nada bueno. Pero eso no fue lo principal. Ni siquiera lo fue el que Sánchez no dejase de mentir, hecho en él desdichadamente habitual. Lo que en definitiva me impresionó más fue la violencia de su intervención, así como las galanuras sentimentaloides con que decidió decorarla. Vayamos por partes.

Técnicamente, esto es, desde el punto de vista de la retórica, lo de Sánchez, sumadas sus dos intervenciones, ha sido un inequívoco mensaje de odio envuelto en referencias intempestivas al amor a Begoña, su mujer. El presidente calificó de injustificables, sin aportar una sola prueba que avalara su indignación, los ataques a su entorno familiar. Y en nombre de esa aflicción personal, íntima, vino a anticipar, o poco menos, la aniquilación de sus adversarios políticos. Esta combinación se me antojó especialmente desazonadora, puesto que nos remitía a dos horizontes en principio incompatibles. El del amor cortés, sobre un virtual fondo de azur, y el de las purgas negras, negrísimas, que diversos dictadores han ejecutado, en este siglo o el anterior, en América Latina y Europa. «¡Bobadas!», pensarán algunos. «¡Repulgos estéticos de tres al cuarto!». Pues no. El asunto no es meramente estético. Ya que demuestra que Sánchez mantiene con la moral una relación monstruosamente artificial. Está tan alejado de toda idea ética, que ni siquiera cae en la cuenta de que miente cuando miente. Por eso miente tan mal, o, mejor, tan brutalmente. No entra en una promesa, o en una expresión de dolor o de alegría, e intenta convivir con su contenido real, o, ni siquiera, presunto. Se vale de la locución emocionada y a continuación la tira al suelo, como la piel de una manzana después de haberla pelado.

Que el presidente sea brutal, no significa que no sea artero. Una de sus habilidades, en su breve discurso del veintinueve, consistió en aplazar la noticia de que se mantenía en el puente de mando. Las primeras tres cuartas partes de su comunicado comprendían, sucintamente, un programa de arrasamiento del Estado de Derecho. Si los jueces son acosadores y lo pertinente democráticamente es irles a la mano e impedir que se desmanden; si la prensa no adicta miente; si la oposición es un peligro para el mantenimiento de la paz, lo suyo es acabar con la independencia judicial, la independencia de la prensa, y la existencia de la derecha. El resumen es terrorífico, aunque, enunciado por alguien que teóricamente va a dejar el poder, no entraña todavía el anuncio de un plan. En esas estábamos ustedes y yo cuando fuimos informados de que no se verificaría la esperada dimisión. Pero entonces lo que cabe esperar de Sánchez, si es que nos tomamos su introito en serio, es que se arranque a hacer o intentar lo que según él, debería hacer o intentar un auténtico demócrata. O sea, recortar seriamente el Estado de Derecho. En resumen, Sánchez nos ha invitado a colegir, que no a constatar, lo que se nos viene encima. La fruta, empero, pende, ya madura, de la rama del árbol. La sacudida oportuna no tardará en producirse, con la violencia que el jefe socialista considere oportuno aplicar.

¿Hasta dónde llegará la audacia de Sánchez? Yo daría algunas medidas por seguras: por ejemplo, la modificación a la baja de la mayoría parlamentaria que obliga al consenso en la designación de los vocales del CGPJ. Se especula igualmente sobre cuál será su política en materia de comunicación. En el artículo de un rotativo madrileño Sánchez Cuenca recomendaba la creación de consejos audiovisuales destinados a poner coto a la «impunidad periodística». Y patatín, y patatán. Dicho esto, es más que probable que Sánchez termine sufriendo una derrota en las elecciones generales, máxime, con una economía a la baja y la inevitable restricción del gasto público. ¿Se ocupará el presidente de dificultar esta contingencia? ¿Se aventurará a presiones o deformaciones de la democracia que ahora no nos atrevemos a imaginar? No lo sabemos, ni creo que él lo sepa todavía. Quizá, embalado hacia adelante, excogite algún disparate referido a la autonomía madrileña, o algo de parecido tenor. Menos contenciosa, y no menos preocupante, es la relación inédita que fatalmente se establecerá entre este Sánchez recién salido del capullo, y las fuerzas anticonstitucionales que ahora le apoyan en el Congreso. El nuevo equilibrio no adoptará su forma definitiva hasta que se celebren los comicios catalanes. Pero las cosas experimentarán a partir de entonces, si Dios no lo remedia, un giro significativo. De momento, Sánchez ha hecho cesiones catastróficas porque precisaba de un puñado de votos con objeto de mantenerse en La Moncloa. En un futuro que llegará pronto, Sánchez necesitará esos mismos votos para proceder al desmantelamiento de la estructura política que acaba de denunciar ante todos los españoles. Ya la estaba desmantelando, de acuerdo, pero no es lo mismo hacerlo bajo la presión de un aliado incómodo, que coordinarse con él a fin de perseguir un objetivo común. O, si se prefiere, no es lo mismo ser anticonstitucionalista por defecto, que enfrentarse a la Constitución militantemente. Vamos a entrar en una fase sin precedentes. La destrucción del entramado institucional será rápida y más que anecdótica.

Ha sorprendido, por cierto, durante los días de espera, la pobrísima ejecutoria del PSOE, un partido al que su secretario general ha tratado con un desprecio rayano en la vesania. En tanto que, fingidamente, Sánchez deshojaba la margarita, ministros y militantes se entregaban a extremos de sumisión deplorables. Las necedades de Óscar Puente, los denuedos gestuales de María Jesús Montero, han añadido una nota indecorosa a un episodio que, se mire como se mire, es enormemente grave. El PSOE ha enfilado un camino que empieza a parecer de no retorno, dentro de una España que se desata hacia el caos.