La autora lamenta que el entorno de ETA está imponiendo una versión falsificada de las últimas décadas de sufrimiento en el País Vasco y confía en que el Gobierno no traspase a Vitoria la competencia sobre prisiones.
LOS NACIONALISTAS y secesionistas juegan la batalla de las palabras, de imponer su marco desde hace décadas, porque las palabras son fundamentales para la transformación cultural, política y del poder con mayúsculas. En el constitucionalismo democrático se minusvaloró su importancia, por lo que los partidos tradicionales sufren una debilidad extrema en el País Vasco, Navarra o Cataluña. Son las ideas, estúpido, podríamos decirles, pero no parecen conscientes en el Gobierno popular del destrozo que les viene si sigue su embeleco con el Partido Nacionalista Vasco.
Al grano. El llamado desarme de ETA se celebró en el País Vasco francés a comienzos de abril del año pasado. Interesa poner el oído sobre lo que indicó Arnaldo Otegi. Señaló que había concluido una fase, «pero no los objetivos». Para aclarar un poco el sentido de las palabras, en el estrado de las personalidades, Jesús María Zabarte, asesino múltiple, contestó a un periodista: «Yo no he asesinado a nadie. Yo he ejecutado. No me arrepiento y no sé el nombre de las víctimas».
Otegi indicaba en Bayona: «Pondremos desde mañana encima de la mesa los temas que quedan pendientes: los presos, el reconocimiento de las víctimas y la desmilitarización del país». Esto en argot sólo significa un juego de palabras para acercar a los presos de ETA al País Vasco. Lo demás, retórica. Si el Gobierno del Estado llega a traspasar la competencia de prisiones al Gobierno vasco, como desea el PNV, se facilitará el sendero hacia el crimen perfecto, porque las instituciones regionales llevan varios años fabricando una memoria que mezcla todo tipo de victimizaciones. El objetivo: que la responsabilidad de los etarras resulte menos visible, para borrar pistas de lo que el nacionalismo gobernante no hizo cuando perseguían a muerte a sus adversarios políticos y ellos seguían negociando cupos y privilegios con el Gobierno central.
La legalización del partido político de ETA se realizó con bastantes triquiñuelas que superan el espacio útil de estas líneas. Estaban vencidos operativamente, pero no se les obligó a la deslegitimación del terror y de su historia. Lo mollar desde el punto de vista de las ideas es que se aceptaba la condena de la violencia sobre el futuro, pero se aceptaba que no asumieran la condena política, ni responsabilidad social, histórica y política sobre décadas de acoso, extorsión y asesinatos. Porque no debe olvidar quien lea esto que el asesinato fue la punta del iceberg. Lo más escalofriante fue la expansión de la red de chivatos, cómplices y seguidores a cada rincón de la comunidad vasca y navarra generando silencio y miedo en todo el tejido social durante más de dos generaciones. En algunos espacios sociales o municipios, el control social de este mundo no se interrumpió ni con la ilegalización, que nunca llegó a ser completa.
El Gobierno popular ha ganado tiempo desde 2011 y ha impulsado tímidamente un memorial, un plan piloto de testimonios de víctimas en algunos centros escolares. Pero son instrumentos absolutamente insuficientes porque hace falta política, con dirigentes que no confundan su fatiga moral –comprensible en los políticos vascos y navarros– con el pragmatismo o con la generosidad.
El secretario general del PP de Guipúzcoa aún creía posible que los lobistas de ETA firmaran con el resto de grupos políticos de Zarauz un comunicado indicando que fue injusto y que no debió ocurrir el asesinato del joven concejal popular de la localidad Ramón Iruretagoyena hace 20 años. No lo hicieron, por supuesto.
Como consumados artistas de la manipulación, toman el pulso al ambiente sobre qué podrían sacar para los presos de ETA si «reconocen el daño causado» en el vacío, porque mantienen expectativas objetivas de poder terminar expandiendo entre la mayoría de vascos y navarros del futuro la misma retórica exculpatoria que el IRA coló en Irlanda del Norte.
Así son. La piel de cordero encaja mal a estos lobos. Un año antes de ser asesinado, Fernando Buesa habló en el Parlamento Vasco aludiendo a lo que entonces era la recién estrenada perversión del lenguaje por parte de Batasuna: un proceso de paz para remitir «el sufrimiento». Con serenidad, Buesa indicó que lo que estaban haciendo era defender los derechos de ETA y les indicó que el verdadero conflicto vasco era la violencia contra los que no pensaban como ellos. El socialista finalizó su intervención señalando que «las víctimas deben ser nuestra preocupación porque la paz no se construye sobre el olvido».
Fue uno de los más íntegros y valientes políticos de los últimos 40 años. Aquellas palabras siguen siendo de utilidad en los primeros compases del posterrorismo etarra. A los nacionalistas vascos no se les cae la palabra «sufrimiento» de la comisura de los labios para tapar a los perpetradores, para que no tengan que afrontar cabalmente la deslegitimación del terrorismo y de toda la estrategia de control social y acoso.
En el País Vasco se precisa afrontar con rigor el significado de lo sucedido, analizar lo pendiente para la reparación efectiva, erradicar el germen de la violencia que padecimos… Pero esto no será aceptado por Batasuna mientras al PNV le interese suavizar la memoria del pasado y mientras la Audiencia Nacional permita homenajes a los presos etarras, reforzando la codicia del largo plazo, no sólo de minimización de su responsabilidad, sino de imposición de su relato, su mirada, su justificación.
Hay gente que me suele preguntar cada año por qué tanta gente acudía a las manifestaciones pidiendo que nos mataran, cuando ETA asesinaba, y por qué los mismos –y algunos otros por coyuntura o despiste– piden ahora el acercamiento de los presos etarras a las cárceles del País Vasco. Suelo contestar que los políticos que les guiaron a cometer delitos tienen la obligación de ser lobistas, claro. Están los miles que pedían a ETA durante décadas que asesinara, y que ahora piden impunidad ya que necesitan tranquilizar su mala conciencia por embarcar a otros –que cumplen cárcel– en la maquinaria de acoso y asesinato. Y están los no pocos miles que actuaron como chivatos de ETA para señalar asesinatos, que nunca fueron detenidos. Éstos también piden para sí mismos, porque ellos sí saben lo que hicieron. Hay cientos de asesinos que nunca fueron detenidos o condenados. Éstos es posible que vayan a las manifestaciones con mayor motivo. Y están los amigos y familiares de los anteriores y de los presos etarras.
En sociedades postraumáticas, la apelación a recordar el pasado es constante. Pero, en realidad, desde los poderes regionales se pretende evocar un pasado vacío, atiborrado de historia, para tapar la historia de ETA, porque es lo que conviene a todo el nacionalismo vasco. Por eso la televisión pública vasca ofrece ahora un documental sobre los hijos de los etarras presos sin contar qué hicieron sus padres y no habla de los 20 niños que asesinó sin piedad la banda terrorista ni cuenta cuántos miles vivieron aterrorizados en casas cuartel, por ejemplo. La emoción compasiva tiene un objetivo político, que tal vez Moncloa no tiene tiempo de evaluar.
Los asesinos siguen siendo considerados héroes por una parte de la sociedad vasca y para los herederos políticos de ETA esto es lo más estratégico. De momento, le sirve la política del PNV según la cual todas las formas de victimación colectiva son comparables en el daño sufrido, en tanto que se omite la causa, para privatizar a la víctima de ETA, la gran coartada.
La exposición itinerante de los poderes vascos recordaba víctimas de la Guerra Civil y franquismo, violencia policial, GAL, ETA, sin voluntad de enmarcar y explicar. «Todo es nada y todos es nadie», dijo Arregi en un artículo.
El olvido no significa reconciliación, ni la memoria significa necesariamente venganza. La convivencia no es amnesia del pasado, sino lectura crítica del mismo, en palabras de Echeburúa. Coincido con él. Desde la trampa y mentira de los lobistas de ETA y el oportunismo siempre electoral del Gobierno vasco seguirá podrido el pasado, serán sarcasmo las palabras melosas.
Maite Pagazaurtundúa es europarlamentaria.