José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Lo que nos propone esta izquierda morada es lo que Mussolini decretaba en 1919: el «colapso del pasado». Es decir, el olvido de la democracia liberal y el sometimiento a los ucases del populismo
Era cierto. Cuando Irene Montero, dirigente de Podemos, ministra de Igualdad y compañera del vicepresidente segundo y líder de su partido, afirmó el 12 de abril pasado que la salida de esta crisis del coronavirus sería “antifascista” —además de feminista—, estaba preanunciando que el Gobierno de Pedro Sánchez actuaría con sus adversarios como si fueran realmente ‘fascistas’.
Pero ¿quién es fascista? Se lo preguntaba el gran intelectual liberal, el italiano Benedetto Croce, el 29 de octubre de 1944, todavía sin concluir la Segunda Guerra Mundial. Y contestaba que “en las polémicas diarias, la calificación de fascista se lanza y se vuelve a lanzar por parte de un adversario contra otro (…) y de las maneras en que se emplea corre el riesgo de convertirse en un dicho simple y general de ultraje, que vale para todos los casos, si no se determina y no se mantiene firme su propio significado histórico y lógico”.
En la ilógica de Irene Montero, y de tantos otros de esa izquierda paleolítica, todos los discrepantes con las políticas de un Gobierno ‘progresista’, como el de España, serían ‘fascistas’ y merecerían el trato displicente que el presidente les dispensa. Por eso el silencio de una gran parte de la izquierda mediática e intelectual de nuestro país es atronador.
Todas las contradicciones, confusiones, cambios súbitos de criterio, ocultamientos, falsedades, manipulación de los instrumentos del Estado, elusión de controles…resultarían tolerables como mimbres inevitables de una ‘salida antifascista’ a la crisis del coronavirus cuya meta es esa denominada ‘nueva normalidad’.
Tras la “alerta antifascista” de Pablo Iglesias proclamada el 3 de diciembre de 2018, cuando las derechas desalojaron al PSOE del Gobierno autonómico andaluz, Irene Montero adelanta la “salida antifascista” de la crisis en una línea de plena coherencia. En esa dinámica de amigo-enemigo, de forma sinuosa, diciendo una cosa y haciendo la contraria, Sánchez está —por convicción o por conveniencia— haciendo bueno el propósito de los dirigentes de Podemos.
El Gobierno impone (este miércoles, el diario ‘El País’ terminaba su editorial advirtiendo a la Moncloa de que “quererlo todo no es mucho, es, sencillamente, demasiado”) y luego explica por qué lo ha hecho apelando siempre a bienes superiores y colectivos que él interpreta como hermeneuta auténtico y vigía insomne frente al ‘fascismo’ de sus adversarios.
Como en una especie de síndrome de Estocolmo, el silencio crítico señorea en la izquierda y se abronca a quienes intentan pergeñar la disidencia, sea de modo razonable o abrupto. La ‘salida antifascista’ de la crisis no permite enmiendas. Y si ahora toca que el estado de alarma sea de un mes, acríticamente debe serlo porque no parece posible que Sánchez carezca de razón. Siempre la tiene, aunque su propuesta se contradiga con sus afirmaciones anteriores. Como es habitual.
En este cuadro en el que la sociedad española es zarandeada por la arbitrariedad del Gobierno —y no hay sector que se libre de ella—, adquiere un alto valor el artículo de Consuelo Madrigal, fiscal del Supremo, «para la que unos intitulados abogados de izquierda» piden sanciones disciplinarias. Escribía en ‘El Mundo’ (4 de mayo) esta jurista que “el control de la acumulación de poder es el gran problema de la política”, acertando así con el fenómeno que ocurre en nuestro país. “La apropiación ilícita del poder” la calificaba como el “más sucio de los negocios” porque “aprovecha el miedo, el cautiverio y la postración de la sociedad”.
Todo el texto de la que fuera fiscal general del Estado —y a la que Dolores Delgado no puede ni rozar con una amenaza disciplinaria, ella que ha pasado de las tablas del mitin partidario a la jefatura del Ministerio Fiscal— es de una crudeza exacta y necesaria para sacudir la modorra consentidora de la arbitrariedad.
“En su cautiverio —escribe Madrigal—, la sociedad ha asistido al cierre del portal de transparencia del Gobierno, la imposición de filtros a las preguntas de la prensa, la financiación pública oportunista de medios de comunicación vasallos, la restricción en la difusión de mensajes y la evaluación de la verdad o falsedad de las noticias y los enunciados”. Pero la advertencia más aguda de todas se contiene en esta frase: “Siempre debe frenarse la ilegítima apropiación del poder por parte de los poderes legítimamente constituidos. Algunos creen que esto es solo necesario cuando lo hace la derecha”.
La derecha, sí, el ‘fascismo’ en versión de Iglesias y Montero. Porque cuando el adversario es el gestor de una crisis (¿recordamos el episodio del ébola?) se le somete al “ultraje” que advertía Benedetto Croce: son ‘fascistas’. La calificación es un conjuro paralizante que afecta no a los que efectivamente son fascistas sino a los que no lo son, es decir, a todos los que discrepan legítimamente de las políticas del Gobierno ‘progresista’ que nos lleva a una distópica ‘nueva normalidad’. Otra vez Madrigal: “Si descuidamos la vigilancia y si no fortalecemos las instituciones democráticas de control, dándole más poder a quienes ya lo ejercen, no viviremos ya en una sociedad abierta. Habremos perdido nuestra libertad y no será una pérdida temporal”.
Cuenta Antonio Scurati en su magna biografía de Mussolini (‘El hijo del siglo’, editorial Alfaguara) que el dictador italiano, en noviembre de 1919 y durante un mitin, decretó “el colapso del pasado” como necesidad ineludible de una sociedad nueva y distinta (página 131). Lo que nos propone esta izquierda morada —seguida hacia ninguna parte por el socialismo de Sánchez— es lo mismo: colapsemos todo lo anterior, es decir, nuestros más de 40 años de democracia liberal, hagamos que ‘colapse’ y salgamos al modo ‘antifascista’ de la pandemia. O lo que es lo mismo: bajo los ucases del populismo sofocante de las libertades, del debate abierto y del sistema de representación. Qué peligro.