LIBERTAD DIGITAL 01/03/17
JOSÉ MARÍA ALBERT DE PACO
El Gobierno autonómico catalán ha empezado a formalizar la creación de la Agencia Catalana de Medicamentos y Productos Sanitarios. El nombre les debe de sonar porque España (y, por consiguiente, Cataluña) cuenta con ese mismo organismo sanitario, que se encarga de arbitrar qué fármacos reciben financiación del Sistema Nacional de Salud. Si es así, se preguntarán, ¿qué sentido tiene duplicar organismos? ¿Acaso las evidencias por las que se rige dicha autoridad son diferentes en Cataluña? Y en cuanto a la calidad del escrutinio a la hora de aprobar o desestimar un medicamento, ¿tendría la agencia catalana más escrúpulos que la española? Retrocedamos unos años, pues la historia lo merece.
Cataluña dio el primer paso hacia la independencia médica con la puesta en marcha, en mayo de 1994, de la Agencia de Evaluación de Tecnología e Investigación Médicas, dedicada, al parecer, a fiscalizar la implantación de equipos médicos en los ambulatorios y hospitales públicos, y que en tiempos de la consejera Geli llegó a tener en nómina a más de 50 personas. Ese mismo año, 1994, el Ministerio de Sanidad se dota, a través del Instituto Carlos III, de un organismo idéntico, y en años sucesivos (con la salvedad del País Vasco, cuya agencia evaluadora es de 1992) florecen otras cinco agencias autonómicas: la aragonesa, la andaluza, la gallega, la canaria y, mira tú por dónde, la madrileña.
En junio de 2010, la Agencia de Evaluación de Tecnología e Investigación Médicas pasa a llamarse Agencia de Información, Evaluación y Calidad en Salud, y ésta se convierte en 2013, con Boi Ruiz al frente de la consejería, en la Agencia de Calidad y Evaluación Sanitarias. ¿Las razones? A según qué abismos es mejor no asomarse. Sospecho, eso sí, que, teniendo en cuenta que por entonces ya había prendido el procés, acaso alguna de las eminencias que pululan por Presidencia sugiriera renombrar el organismo para distinguirlo de los del resto de autonomías. Y así escapar de la ignominia del diazepam para todos.
El actual consejero de Salud, Antoni Comín, no ha aclarado si la Agencia de Calidad y Evaluación Sanitarias se diluirá en la anunciada Agencia Catalana de Medicamentos y Productos Sanitarios, si bien el ansia de burocracia de los procesistas, insaciable a todas luces, hace temer lo peor. Después de todo, por qué conformarse con una agencia pudiendo tener dos, cifra que, por lo demás, ahondaría en el hecho diferencial catalán respecto a aquellas comunidades que sólo tienen una, y ya no digamos respecto a Murcia, Guadalajara o Melilla.
El embrollo no acaba aquí. La Agencia Europea del Medicamento, ahora radicada en Londres, ha de mudarse a otra ciudad debido al Brexit. Y Barcelona es una de las aspirantes a alojar este organismo. No parece probable que Bruselas conceda la sede a una autonomía que tienta la posibilidad, por remota que ésta sea, de verse fuera de la Unión Europea. En tal caso, Barcelona empezaría a disfrutar de las ventajas de ser la primera capital de Cataluña en lugar de la segunda ciudad de España. El sentido común aconsejaría que el Govern renunciara a la agencia catalana para, así, fortalecer la candidatura de Barcelona a sede de la EMA y reforzar, de paso, los vínculos con la UE, que buena falta hace en estos tiempos. Pero no hay sentido común. Sólo un estupefaciente sentido de Estado.