Fernando García de Cortázar, ABC, 9/9/12
«Cuando los españoles afrontamos un momento en que puede decidirse nuestra viabilidad como nación necesitamos de algo menos que de retórica, pero también de algo más que de un recetario de medidas de ajuste»
HACE algo más de cien años, Ramiro de Maeztu publicó una recopilación de artículos en la que daba cuenta de la gravedad de un final de siglo. El gozne sobre el que giraron los siglos XIX y XX no tuvo, en España, la consistencia rutinaria de lo convencional. Abría el paso a algo más que a un desastre diplomático, a los primeros indicios del agotamiento de un sistema político, o a la irrupción de las novedades de estilo que adoptaron el intrépido nombre del modernismo. Era más importante la impresión de que un mundo estaba llegando a su fin de que la arquitectura del sistema liberal y la cultura humanista europeas escondían en sus bajos fondos morales los indicios de su destrucción. Los cambios no llegaban como mera sucesión de acontecimientos, sino como conciencia de una crisis de civilización. No era cuestión solamente de lo que estaba ocurriendo, sino de lo que la nación imaginaba en ese término de trayecto, porque la crisis «acaba por encarnarse en el fondo íntimo del pensamiento nacional y modifica, poco o mucho, el histórico instinto de un pueblo». Poco había de ostentación retórica en Hacia
otraEspaña de aquel Maeztu primerizo, tan resueltamente inclinado a considerar los problemas concretos sin perder nunca de vista su dimensión histórica y su entidad social. Cuando los españoles afrontamos un momento en que puede decidirse nuestra viabilidad como nación necesitamos de algo menos que de retórica, pero también de algo más que de un recetario de medidas de ajuste. Necesitamos de una tranquila pasión nacional, de esa posición inicial que nuestros intelectuales asumieron cuando ante los españoles se izaron los sentimientos de derrota, de hastío, de desconfianza hacia sus gobernantes y de recelo ante sus compatriotas. Y lo hicieron en escenarios muy diversos. En el de los arbitristas del siglo XVII, cuando tuvo que afrontarse la pesadilla en que concluyó el sueño imperial. Los tratadistas políticos salieron entonces al paso de la desmoralización del pueblo, de la inercia de sus monarcas y de una falta de sentido de la realidad que se compensaba luego con la picaresca de los de abajo y con el abuso de los poderosos.
El individualismo de unos y otros, la huida de cualquier compromiso colectivo, la pérdida de una conciencia de proyecto común… todo ello fue objeto de la meditación de aquellos memorialistas, que apuntaban sus remedios en severas admoniciones dirigidas a sus soberanos, en las que les recordaban que su poder no era un fin, sino un medio para alcanzar el bienestar de sus súbditos. En esos escritos indicaban a los españoles cuáles eran las formas de vivir que les correspondían como hombres libres, pero también como ciudadanos honrados.
La generación del 98 y la del 14 salieron al paso de la crisis con indudables excesos líricos pero sin rebajar nunca su exigencia patriótica. Por este sentimiento debía comenzar cualquier tarea de recuperación. Mientras España fuera sólo una invocación retórica, un punto de nostalgia o una fría expresión estadística, sería imposible que el pueblo llegara a tomarse en serio a sí mismo, se considerara responsable de un proyecto común o se hiciera una idea precisa de sus dolencias. Lo tenían bien claro: de las situaciones de oprobio material sólo se salía colectivamente. El país sólo podría recuperar el aliento cuando dejara de verse a sí mismo como un encuentro casual entre extraños, como el lugar en que hacen transbordo viajeros que avanzan en distinta dirección, y que únicamente han compartido el tiempo apresurado de una estación de enlace.
Este ambicioso proyecto nada tiene que ver con una ensoñación estética. Es un serio aviso de los peligros que nos acechan. Es una solemne llamada de atención del riesgo de construir una España en la que nadie se considere prójimo o conciudadano, sino transeúnte de una misma desgracia. Una España que legitime la picaresca como alternativa al esfuerzo, el vasallaje como alternativa al mérito, la corrupción como alternativa a la transparencia. Una España que carezca de patriotismo en torno a un proyecto común y a un sistema político legítimo, que serán sustituidos por el feroz individualismo de la quiebra social y el descreimiento ante cualquier forma de gobierno.
La construcción de una nueva conciencia nacional debe aprender de una trayectoria política, cultural e institucional que nos ha llevado al estado de indefensión en que una nación ni siquiera considera que lo sea. Veámoslo simplemente en tres cuestiones fundamentales. Primero: no somos el producto de una Constitución, sino que ésta es el resultado de nuestra existencia. Sin Constitución no existe nación, se dijo a comienzos del siglo XIX. Pero, sin conciencia nacional, la Constitución es sólo un contrato revocable que acaba por establecer los modos interesados y la indiferencia moral de una sociedad anónima. El patriotismo es, fundamentalmente, una familiaridad que debe remontar por las peripecias de una estirpe. Nuestro parentesco debe basarse en un pasado común, como lo saben todos los planes de estudio que han construido naciones con su aprendizaje de la historia. Y no deja de ser cruel, estafador, bobalicón o delincuente que la vieja España sea el país que ha pasado, sin más solución de continuidad de la guerra y la posguerra, de la angustia exagerada de comienzos del siglo pasado a la singladura despreocupada por sí misma de nuestros días. Segundo: no hemos dejado de ser españoles desde el punto de vista legal, pero las instancias concretas de convivencia en el Estado de las autonomías se han fabricado sobre la lógica de nacionalismos que sólo pueden afirmarse negando nuestra nación. No se trata ya de que la soberanía no pueda ser compartida desde el punto de vista jurídico, sino de que la Nación más antigua de Occidente ha dejado de tener conciencia de serlo en las emociones, en las costumbres, en las relaciones políticas, en la asimilación de la cultura, en el sistema educativo…. Tercero: nuestros gobernantes deben disponer de la ejemplaridad en el sentido más vigoroso de la palabra. No deben limitarse a ser honestos, a no incurrir en delitos o malas prácticas: deben tener capacidad de liderazgo para ser los primeros en demostrar que la idea de España continúa vigente, por encima de los intereses de mezquinas tramas clientelares o de desalentadoras instancias de lealtad caciquil. Este liderazgo será el que podrá indicar a los españoles el camino del esfuerzo en el estudio y en el trabajo, de regeneración de un país adormecido por un silencioso desmantelamiento de su identidad colectiva y de sus valores comunes.
Aesa España no puede responderse ni con la resignación irritada ante lo inevitable ni con la ilusión indolente por lo que llegará sin nuestro trabajo. Tenemos que adelantarnos a ese escenario, haciendo de las condiciones difíciles una posibilidad, no un punto de llegada. Tenemos que volver a pronunciar las palabras del anciano, del ingenioso hidalgo, de aquel Quijote en cuyo enloquecimiento se hallaba la extraña lucidez de quienes aciertan a ver la entraña de los tiempos y la certeza inmortal de los propósitos de un pueblo: «Bien podrán los encantadores quitarme la ventura; pero el esfuerzo y el ánimo será imposible».
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR DIRECTOR DE LA FUNDACIÓN DOS DE MAYO,
Fernando García de Cortázar, ABC, 9/9/12