Ignacio Gomá-Vozpópuli

  • Este no es el mismo país que erigimos y formamos en 1978 con la esperanza de entrar en el equipo de las democracias más avanzadas

En mi último artículo en Vozpópuli, Carrera hacia el abismo, llamaba la atención sobre el hecho de que ciertas reformas que se están produciendo son posiblemente irreversibles y que quizá caminamos hacia una situación política característica de las democracias iliberales, muy poco apetecible para el ciudadano normal. O mejor dicho, prácticamente ya estamos en ella. Si, al contrario de lo que pretendió la Constitución del 78, los partidos no son agregadores de opinión, sino simples máquinas de poder ejercido por unas minorías básicamente en su beneficio y en el de los que le apoyan lealmente, vamos mal. Si el político no responde nunca ante los electores sino ante quienes forman las listas, el incentivo está claro: ser leal al de arriba y no tanto al elector. Es verdad que esto no es otra cosa que la ley de Hierro de la Oligarquía de Michels que, ya en 1911, entendió que las organizaciones complejas por necesidades prácticas y de eficacia acaban convirtiéndose en oligarquías. Pero, bueno, para eso están las leyes, para evitar los abusos, y se supone que nuestra Constitución aspiraba a eso.

Si, al contrario de lo que pretendió la Constitución del 78, la división de poderes no va a ser real, porque ya nos hemos encargado de malinterpretarla y de conseguir que el CGPJ esté politizado; y como ello permite controlar sanciones y premios, así como el nombramiento de los más altos cargos de la judicatura, mal vamos. Y si a eso se añade que los sustitutos puedan acceder a la carrera judicial por medios más subjetivos que el de la oposición, vamos peor. Y ya no te digo si consideramos que el Tribunal Constitucional, máximo intérprete de la misma y legislador negativo se encuentra politizado a tal nivel que sus decisiones son absolutamente previsibles y que, además, se ha erigido en una instancia superior del Poder Judicial, al punto de que anula sentencias sobre corrupción del partido cuya influencia es la que principalmente pesa en ese Tribunal.

Otras proceden de indefiniciones o de no resolver adecuadamente problemas decisivos, como ocurre con el territorial en el Título VIII de la Constitución, siempre generador de problemas, ineficacias y duplicidades normativas altamente ineficientes

Si nuestro sistema electoral y constitucional está diseñado de tal manera que partidos que no sólo son minoritarios (menos del cinco por ciento) sino que incluso quieren separarse de España, son capaces de dirigir la política del otro 95% de la población, aunque sea evidente que sólo buscan su interés particular, no te digo cómo vamos (en algunos países hay un mínimo del 5 % para acceder al Congreso, sin perjuicio de que los intereses particulares de las regiones pudieran expresarse en otra cámara, como el Senado). Y si esa posibilidad, sin restricción alguna, permite que se lleven a cabo cosas claramente inconstitucionales como la amnistía o un presunto cupo catalán que rompería las reglas básicas de solidaridad que implica pertenecer a un Estado, el desastre es ya total.

Una parte del problema se debe, sin duda, a las luchas de poder que han retorcido las normas para conseguir desactivar su verdadero sentido, como las que rigen la Fiscalía General del Estado o el CGPJ; pero otras proceden de indefiniciones o de no resolver adecuadamente problemas decisivos, como ocurre con el territorial en el Título VIII de la Constitución, siempre generador de problemas, ineficacias y duplicidades normativas altamente ineficientes. La desconcentración es buena, pero tener 17 parlamentos quizá no sea la solución en un país de nuestro tamaño, salvo que se entienda que la diferente entidad de las regiones deba conducir a un Estado federal en que cada uno responda de sus actos. Pero que responda de verdad.

Cuando fallan los principios básicos

Para mí, lo importante es que llega un momento es que esto no es, como se dice ahora, sostenible. No podemos permitirnos un país en el que la Justicia no funciona, los controles constitucionales tampoco, no hay igualdad …. ¡ni impositiva ni distributiva! Y esto no es una simple cuestión teórica: es que cuando los principios fundamentales fallan, al final acabarán fallando las infraestructuras, el transporte, la asistencia sanitaria (¿les suena?) y se impondrá la corrupción, el amiguismo y el nepotismo (seguro que también les suena).

La lógica llevaría a una segunda transición y a reformar nuestro texto constitucional para corregir todas esas desviaciones heredadas o adquiridas después. Un debate territorial en profundidad sobre lo que realmente necesita un país como el nuestro; un reforzamiento de los controles del poder, un acrecentamiento de la democracia de los partidos, una reforma del funcionamiento del parlamento para que no sea una simple correa de transmisión del ejecutivo.

¿Tenemos personalidades políticas de nivel suficiente para acometer semejante reforma? ¿Los partidos que tiene España van a reunir la valentía y la generosidad necesarias para mejorar el país, autolimitándose?

Ya sé lo que me van a preguntar: quién abre el melón y quién lo reparte. España no ha realizado reformas constitucionales frecuentes, como otros países, por miedo a que peligren otras instituciones como la Monarquía o que el remedio sea peor que la enfermedad.  Porque ¿tenemos personalidades políticas de nivel suficiente para acometer semejante reforma? ¿Los partidos que tiene España van a reunir la valentía y la generosidad necesarias para mejorar el país, autolimitándose? ¿Está el ambiente español y mundial con la sensibilidad adecuada para este tipo de debates cuando la polarización es máxima?

Las reglas ya no son iguales

Pues seguramente no, pero lo que parece claro es que este no es el mismo país que erigimos y formamos en 1978 con la esperanza de entrar en el equipo de las democracias más avanzadas. Para que lo volviera a ser serían necesarias unas reformas de fondo muy importantes. Que seamos o no seamos capaces de hacerlas es otra cuestión. No siempre el viento sopla a favor pero, como dice el refrán, entonces hay que remar. Lo que parece claro es que hemos llegado a un momento en que las reglas ya no son iguales para todos y deberíamos decir: “o jugamos todos o rompemos la baraja”