FRANCISCO SOSA WAGNER-EL MUNDO

El autor analiza los modos legislativos con los que el Gobierno está llevando a cabo sus medidas. Considera que el nuevo presidente está manejando con un «peligroso desparpajo» los instrumentos constitucionales.

SUENAN TIMBRES de alarma inquietantes porque el Gobierno de don Pedro Sánchez está manejando con un peligroso desparpajo los instrumentos constitucionales.

Recordemos que llegó al poder gracias a una moción de censura que, si bien es un medio previsto legalmente, a quien vence en ella siempre le acompañará la sombra de su falta de legitimación en las urnas. Helmut Kohl fue un político conservador que no alardeaba de progresista. Ocupó la cancillería por una moción de censura contra Helmut Schmidt. Pues bien, inmediatamente, convocó las elecciones que le habrían de legitimar debiendo lidiar, a tal efecto, con problemas constitucionales que al final zanjó el tribunal competente.

En nuestro caso, se da la circunstancia de que la moción de censura del señor Sánchez está viciada, como ha explicado de forma convincente Francesc de Carreras, por el hecho de que, siendo una moción de censura «constructiva», es decir que obliga a la elección de un nuevo presidente y la consiguiente formación de un nuevo Gobierno, en ningún momento el candidato llegó a formular un programa de Gobierno, fuera de asperjar a la parroquia unas cuantas «palabras de seda», como diría Baltasar Gracián, de esas que a nadie incomodan porque a nada comprometen. ¿Con qué vara mediremos en su momento los españoles la acción de este Gobierno?

Pero es que además, muy lejos el progresista Sánchez del conservador Kohl, nos ha anunciado un día que se convocaría elecciones en breve y otro que se llegaría al año 2020, final natural de la legislatura. Eso sin contar con las declaraciones de los señores ministros y ministras, caudalosas en contradicciones. ¿Con qué nos quedamos? Lo que se intuye es que el Gobierno padece una desconfianza tan instintiva como creciente hacia los españoles, a quienes ignora, y hacia las Cortes y por consiguiente hacia la representación que ostentan. Por cierto, una desconfianza que también aqueja a sus socios parlamentarios catalanes que han cerrado sin más el Parlamento porque les incomoda que unos «extranjeros», como son los diputados de Ciudadanos, ganaran las elecciones. ¿Quién aprende de quién?

El ejemplo más clamoroso de esta evolución autoritaria es la complacencia con la que el Gobierno maneja el decreto ley, instrumento legislativo abominable cuando quien lo blandía era el señor Rajoy y que, sin embargo, en manos del señor Sánchez, adquiere la limpieza de una fuente coquetona y oportuna y además adornada de un suave aroma democrático.

En efecto, hasta ahora en los tres últimos Consejos de Ministros, se han aprobado seis reales decretos leyes: Consejo de RTVE, adaptación a la normativa europea de protección de datos, oferta extraordinaria de empleo público, el acceso universal al Sistema Nacional de Salud, un programa de actuación para el empleo y el desarrollo del Pacto de Estado relativo a las medidas de violencia de género.

En este último caso no han sido pocos los juristas que han puesto el grito en el cielo de la ortodoxia, la aprendida en la facultad de Derecho, pues han detectado que su texto no sólo va más allá del pacto parlamentario sino que se ha atrevido a modificar nada menos que el Código Civil y a elevar un modesto informe de un servicio administrativo a la dignidad de una resolución judicial producida con arreglo a las garantías propias de estos procedimientos.

No contento el Gobierno con ello, nos obsequia un acuerdo político, tejido con uno de sus socios, por el que ha pretendido modificar la Ley (orgánica) de Estabilidad Presupuestaria a través de un decreto ley, maniobra ya conocida en nuestra historia pero que recibió el varapalo del Tribunal Constitucional (sentencia 60/1986 de 28 de mayo). Y todo ello ¿para qué? pues para conseguir el democrático objetivo de silenciar la voz del Partido Popular en el Senado, molesto el Gobierno español con la osadía perpetrada por los españoles al optar por las candidaturas de ese partido con preferencia a las muy progresistas del socialismo obrero español. Fin que no se altera con la conversión del proyecto en una proposición de ley como se ha decidido a última hora.

Ahora, el colmo de la urgencia se ha presentado ante la necesidad de remover la tumba de quien gobernó España con malos modales y mano de hierro durante 40 años, muerto en 1975 como sabemos los del plan antiguo. Parece ser que es inaplazable («urgente», artículo 86 de la Constitución) sacar sus huesos del lugar donde yacen y transportarlos a… tampoco se sabe muy bien pero ya veremos y, si hace falta otro decreto ley para fijar el lugar de enterramiento, tampoco le vamos a hacer ascos. Ahí están el tiempo y las presiones de los socios para servirnos de brújula.

Pero lo cierto es que aprovechar la figura del decreto ley para aprobar una medida singular obliga a respetar los límites establecidos por los magistrados del Tribunal Constitucional quienes han afirmado (así, por ejemplo, en la sentencia 152/2017 de 21 de diciembre) que «las leyes singulares no constituyen un ejercicio normal de la potestad legislativa y en consecuencia, están sujetas a una serie de límites entre los que se encuentran el principio de igualdad, su restricción a aquellos casos excepcionales que, por su extraordinaria trascendencia y complejidad, no son remediables por los instrumentos normales de que dispone la Administración…».

Del mismo modo que no cabe acudir a un decreto ley cuando se pretende establecer una medida de carácter general que se prolongue en el tiempo (sentencias 6/1983 de 4 de febrero o 183/2016 de 13 de noviembre).

En especial ha hecho hincapié el Alto Tribunal en que «deben confrontarse con la garantía de la tutela judicial establecida en el artículo 24. 1 CE en cuanto pueda impedir el acceso al control judicial de derechos e intereses legítimos afectados eliminando la posibilidad de un control judicial de la misma intensidad que hubieran podido realizar los Tribunales de la jurisdicción contencioso-administrativa».

Porque se da la circunstancia de que el señor ministro de Cultura, don José Guirao, ha declarado que se recurre al decreto ley para «evitar que las demandas judiciales paralicen tal medida». De mantenerse con este espíritu tal norma, el abogado del Estado que tenga que defenderlo ante el tribunal se verá en una penosa situación. Me siento solidario con él pues no olvido que tengo, entre mis mejores alumnos, a muchos funcionarios de este relevante cuerpo.

TERMINO CON UNA invocación histórica. La Constitución de Weimar, que rigió la vida de la República que lleva el mismo nombre de la deliciosa ciudad de la actual Turingia, no conocía los decretos leyes pero sí las «medidas excepcionales» del presidente de la República autorizadas por el famoso artículo 48. 2.

Pues bien, es sobre todo a partir del gabinete formado por el canciller Heinrich Brüning (1930), cuando se formaliza la fase abiertamente presidencialista y antiparlamentaria de Weimar, aquella que hizo exclamar al historiador Golo Mann «lóbrega es ciertamente la historia de la última coalición parlamentaria, era algo así como en una excursión, que ha sido emprendida con buen tiempo, de pronto el cielo se oscurece rápidamente …». Y es que el recurso excepcional trepó por muchas de las ramas del derecho alemán, que, trenzadas unas con otras –de orden económico, social y aun de orden público–, acabaron constituyendo un intrincado y barroco ordenamiento ya claramente desconectado de la inspiración parlamentaria propia de un régimen democrático. El experimento acabó como acabó.

En España estamos sin duda a tiempo de salvar los muebles. Para ello es necesario volver a la senda del bien convocando, sin más triquiñuelas, elecciones generales que, con una nueva ley electoral, sería miel sobre hojuelas.

A menos que encontremos un Carl Schmitt que legitime, con su pluma y sus escritos, los desafueros antiparlamentarios.

Francisco Sosa Wagner es catedrático universitario y escritor.