Arcadi Espada-El Mundo
LA DECISIÓN del juez Llarena que contrariando la opinión del fiscal se niega a perseguir, ahora en Dinamarca, a Carles Puigdemont solo tiene un fundamento: evitar que un presunto delincuente sea presidente de la Generalidad. Mediante un llamativo juicio de intenciones, el auto razona que Puigdemont quería ser detenido en Dinamarca para equiparar su suerte a la de los diputados Oriol Junqueras, Jordi Sánchez y Joaquim Forn, cautelarmente encarcelados, pero que podrían ser investidos presidentes para pasmo, por cierto, de los astutos cálculos de Llarena. A diferencia del juez no sé si era ésa la intención de Puigdemont. Pero sé, en cambio, que los esfuerzos del juez conducen a la melancolía. Puigdemont sigue siendo el presidente de la Generalidad de Cataluña –solo hay que ver cómo lo presentaron ayer en la Universidad danesa y el centenar de periodistas que esperaban sus palabras– y cada día que pasa en el confortable exilio que propició la suspensión de la euroorden es más presidente. Los pleitos reglamentarios acerca de su investidura no tienen mayor importancia. En las circunstancias actuales Puigdemont podría permitirse tener un conserje con todos sus pomposos galones en Barcelona y ejercer desde Bruselas, ¡o desde donde le plazca!, con toda la autoridad de un presidente a la vez simbólico y real. El independentismo ha abandonado cualquier preocupación por los asuntos y las formalidades corrientes. Desde hace años. Su objetivo es la propaganda. Y su esperanza que la propaganda acabe germinando, con el tiempo y alguna azarosa y feliz circunstancia geopolítica, en una incontenible presión para España. Ahora al independentismo no le sale a cuenta la normalidad.
De ahí que la elemental obligación del Estado democrático sea dificultar los movimientos de Puigdemont, con la acción de la política y con la acción de la justicia. En la política el fracaso es absoluto: las andanzas del prófugo por Europa devuelven una patética imagen de la influencia y hasta de la dignidad exterior de España. El desvarío de la Justicia es similar: a partir de que el caso llegara al Supremo la Justicia empezó a calcular políticamente sus movimientos. El último resultado, por el momento, es este insólito auto en el que el juez Llarena explica sus decisiones, no ya por las sutilezas del código penal danés, que desconoce y que reprocha al fiscal que desconozca, sino por las consecuencias estrictamente políticas que comportarán.
Este grave problema de los jueces mundanos que han invertido el sentido y la costumbre del lema kantiano y que hoy claman: «¡Hágase el mundo y que la Justicia perezca!».