FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • Esta maldita guerra de Putin nos ha sacado a todos del carril histórico por el que habíamos apostado para arrojarnos a una contienda que no podemos esquivar

De Alemania se viene diciendo desde hace décadas que es un hegemón involuntario, reacio a ajustar su indudable poderío económico a su presencia internacional; más aún cuando esta presencia implica la asunción de compromisos militares. Beneficiarse de su peso en la UE lo ha venido practicando sin grandes cargos de conciencia, como quedó demostrado durante la crisis del euro. Pero incluso aquí siempre ha preferido arropar su posición yendo de la mano de otros Estados de la Unión, ya fuera a través del eje franco-alemán o trazando coaliciones puntuales con unos u otros países. Su obsesión desde el principio fue satisfacer el modelo de la Alemania europea, no el de la Europa alemana, que arrastra tantas reminiscencias del Reich. Y puede que el salto decisivo a este respecto fuera la propia creación del euro, una extraordinaria forma simbólica de atar su destino histórico al del continente.

Sobre ese trasfondo, la guerra de Ucrania y las exigencias de apoyo que comporta ha significado una ruptura drástica con la imagen que durante tanto tiempo había venido cultivando. Lo que ahora se le exige es que mute hacia una verdadera potencia militar y se implique de forma más directa en el conflicto, aprovisionando a los ucranios con armas pesadas. ¡Con tanques, además! Panzer, como es sabido, es una de las pocas palabras alemanas que han pasado al vocabulario universal y no para bien precisamente. Pero se le ha hundido también esa apuesta por, al modo de Montesquieu, asociar el comercio a la paz, el fundamento de toda su Ostpolitik. Casi de un día para otro, como le ocurriera a Gregorio Samsa, de repente se ve metamorfoseada, si no en un escarabajo, sí en algo diferente a lo que creía ser. Recordemos que la intención de Kafka era abundar en la autoalienación, la extrañeza de sí mismo.

A quien la ha tocado representar esta transformación es al propio Olaf Scholz. No es de extrañar, pues, que ande lleno de dudas; que vague por la Cancillería como el irresoluto Hamlet por el castillo de Kronborg. Ceder o no ceder, esa es la cuestión. Ya sea ante las presiones del bloque occidental y de quienes en la misma Alemania le acusan de Putin-Versteher, comprensible con el autócrata ruso, o ante quienes aún se aferran a una salida negociada de la guerra y la anterior identidad alemana. En su propio país se está empezando a utilizar la expresión to scholz o scholzen para referirse a los actos de vacilación ante la guerra, pero con el matiz de que se llega al supuesto final feliz, el haber cedido en la dirección correcta. Así lo creo yo también, aunque pienso a la vez que tanta duda es señal de grandeza. Esta maldita guerra de Putin nos ha sacado a todos del carril histórico por el que habíamos apostado para arrojarnos a una contienda que no podemos esquivar, pero que no deja de introducirnos también en una extraña forma de alienación. No solo Alemania, todos nosotros nos sentimos un poco Gregorio Samsa.