Raúl López Romo-El Correo
Semana tras semana, la izquierda abertzale se empeña en blanquear a ETA. La penúltima prueba es la polémica exposición que le han organizado en un local municipal de Galdakao al asesino etarra Jon Bienzobas. Por eso, causa perplejidad que dirigentes de esa facción como Arnaldo Otegi o Jone Goirizelaia se presenten como adalides de la paz. Muchos se preguntan, con razón, si cabe mayor cinismo. El caso es que aquellos están persuadidos de que su actitud no solo es coherente, sino también digna de elogio. Cuentan con el beneplácito de algunos que, bien por ingenuidad, bien por proximidad ideológica, les hacen la ola tanto en Euskadi como en el resto de España, y hasta en el extranjero.
Como si tuviéramos algo que agradecer a los que apoyaron el terrorismo durante décadas (e incluso, en el caso de Arnaldo Otegi, lo practicaron en primera persona), ignoraron las sucesivas oportunidades que tuvieron para abandonarlo, como la amnistía de 1977, y finalmente, más tarde que en cualquier país europeo, se dieron cuenta de que esa herramienta no les servía para avanzar hacia sus metas. Esto es lo que realmente les interesa: poner una frontera entre el País Vasco y España/Francia, a los que, por cierto, nunca llamarán por su nombre, tal es la aversión que les genera.
Los nacionalistas radicales vienen a decirnos, con estas o similares palabras, que matar fue un mal necesario y que la culpa era siempre del otro. Incluso durante los años de plomo creían ser agentes de paz. Si acaso, el final de las balas por parte de la banda ha dado bríos a esta versión. Pero la cosa viene de lejos. Siempre defendieron un peculiar pacifismo, resumido en el «si vis pacem, para bellum» (si quieres la paz, prepara la guerra) o, en versión euskaldun, «bakea lortzeko guda» (la guerra para conseguir la paz), que son estrofas de dos conocidas canciones de la época del ‘rock radical’.
El victimismo de la izquierda abertzale es proverbial. A la hora de elegir referentes internacionales no han tenido ningún pudor. Desde este rincón de la próspera Europa han osado compararse con los palestinos de las intifadas o con los negros de la Sudáfrica del apartheid; incluso con el propio líder de aquel país, Nelson Mandela, encarcelado durante décadas. Están convencidos de que los demócratas, a los que no consideran tales, son insaciables, porque, a pesar de sus ‘generosos’ esfuerzos, siempre exigen más. Para esquivar su responsabilidad, reparten culpas equitativamente.
Como dijo en 2013 el dirigente abertzale Hasier Arraiz, ya expresidente de Sortu: «Todas las partes han participado en este conflicto y, por lo tanto, han sufrido, pero también han hecho sufrir». Esta frase resume a la perfección su punto de vista sobre el pasado reciente.
Se agarran a que ETA ha asumido el daño causado y se ha disculpado con las víctimas que no tenían «una participación directa en el conflicto». Ahora bien, reconocer dicho daño no significa aceptar que estuviera mal hecho. Al contrario: eran conscientes de que maltratar al otro les podía dar réditos. Por eso lo hicieron, de forma plenamente voluntaria, ajenos al sufrimiento generado. En su último boletín interno Zutabe, publicado en abril de 2018, ETA dijo expresamente que la violencia fue «hautu bat» (una elección).
La izquierda abertzale no ha cuestionado públicamente la inmoral división que la banda estableció entre «objetivos legítimos» y «víctimas colaterales». De Pascuas a Ramos algún político de ese mundo, de los que no proceden de Batasuna, deja flores en el homenaje a una víctima del terrorismo o asiste a un minuto de silencio convocado por una institución en Euskadi. Mientras, impulsan manifestaciones de protesta por la detención del dirigente de ETA Josu Ternera, que atesora un amplio historial criminal; inundan el espacio público, que es de todos, con carteles y pancartas para ensalzar a los etarras que se encuentran en prisión, y les siguen recibiendo como héroes cuando salen de la misma. Y todavía creen ser los que más hacen por la paz y la convivencia.
El nacionalismo vasco radical se ha intentado beneficiar de ese tópico tan extendido de que «las dos partes deben ceder» si han discutido. Pero aquí no hay dos bandos equiparables a los que les corresponde acercar posturas hasta encontrarse en un punto intermedio. Nuestra democracia tuvo que hacer frente a una larga campaña de terror que pretendía su destrucción. Aún hoy los verdugos buscan deslegitimar el Estado de Derecho a toda costa, y piensan que algo tan básico como pedir perdón o condenar todos los asesinatos es una humillación. Por tanto, al entorno de ETA aún le queda un largo camino por recorrer, y algunos sospechamos que nunca lo recorrerá. Flaco favor nos hacemos si les aplaudimos cuando circulan tan lento, e incluso, a veces, en dirección contraria.
En el citado Zutabe, ETA también alardeó de que su actividad había conseguido resucitar la conciencia nacional y de clase de los vascos, y había ayudado a extender «valores éticos». En fin, después de matar a más de 850 personas y herir a casi 2.600 dicen ser profesores de ética. Menos mal que aún nos podemos aferrar a criterios racionales para comprender el mundo y para poner a cada uno en su lugar, porque si siguiésemos la ‘lógica’ desquiciada de afirmaciones como la expuesta, acabaríamos considerando que los violadores son técnicos en igualdad de género y los asesinos en serie unos filántropos caracterizados por su amor a la humanidad.