Pedro Chacón-El Correo

Hannah Arendt, primera mujer en elaborar una obra política de las más grandes del siglo XX, murió dos semanas después que Franco, el 4 de diciembre de 1975, hace ahora 50 años. Padeció en su propia piel las grandes convulsiones del siglo pasado, que significaron para Europa caer en el agujero moral más profundo de su historia, sobre todo teniendo en cuenta el nivel de progreso alcanzado hasta entonces. En su haber está el mayor intento de definición de aquella hecatombe de la que fue testigo y víctima.

Pues bien, esta mujer afirmó que el franquismo no fue un totalitarismo, porque en España no hubo una omnipresencia invasiva del Estado hasta en los últimos recovecos del espacio íntimo, que es lo que caracterizó a los regímenes nazi y stalinista, que sí eran calificados así por la autora de ‘Los orígenes del totalitarismo’. Aquí la Iglesia católica amortiguó esos efectos tan lacerantes para la vida individual y familiar. De lo que podemos inferir que calificar de ‘genocidio’ lo que ocurrió en la Guerra Civil y la dictadura franquista son palabras mayores que deberíamos reservar para casos muy tasados. Lo que hubo fue una guerra donde, como en todas las guerras, cada bando hizo lo que pudo hasta que uno ganó.

Pero ese artefacto estupefaciente llamado ‘memoria democrática’ quiere que prescindamos de todo el periodo histórico de la dictadura franquista, cuando la historia es la que es y todos heredamos aquella losa a nuestro pesar. Por eso resulta tan insoportable que haya quien se considere limpio de polvo y paja y endose a otros la herencia en exclusiva de aquel régimen porque sea de ideología conservadora o más a la derecha que la propia. Quien practica ese deporte debería hacérselo mirar, porque seguro que en sí mismo o en su entorno cercano encuentra trazas de lo que tanto denosta en otros. Bastaría con eso para dejar de considerar al actual Rey como heredero directo de aquel régimen por vía parental.

El presidente del país que convirtió a Hannah Arendt en apátrida vino hace unos días a pedir perdón por la tragedia de Gernika, acompañado por el Rey Felipe VI, que algo representaría también en cuanto a esa petición de perdón, por más que algunos lo consideraran un «mero acompañante». Qué gran demostración de cómo la interpretación de la realidad nos impide ver lo que tenemos delante. El nacionalismo vasco ensalzó ese gesto del presidente alemán como expresión propia de un Estado democrático. Pues menos mal que ese Estado democrático no se copia aquí porque, de hacerlo, PNV y EH Bildu se quedarían fuera del Congreso, ya que en Alemania se precisa un 5% del voto total nacional o haber ganado en tres circunscripciones, cosa que aquí sería inalcanzable para dichos partidos, que no llegan ni al 2% del voto y solo ganan, como mucho, en una circunscripción. Así que aflojemos todos un poco el pistón, por favor.