José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- El hijo menor de Carlos III, al enfrentarse y vapulear a la familia real, se lo hace a la Corona, que en el Reino Unido es una proyección del propio Estado
«Yo era la sombra, el actor secundario, el plan B. Me trajeron al mundo por si a Willy le pasaba algo. Mi cometido era ofrecer una fuente de distracción, de entretenimiento, y, en caso de necesidad, una pieza de recambio. Un riñón, tal vez. Una transfusión de sangre, una pizca de médula. Todo eso me lo dejaron meridianamente claro desde mi más tierna edad y después lo fueron reforzando con regularidad. Tenía veinte años cuando oí por primera vez la historia de las supuestas palabras de mi padre a mi madre el día de mi nacimiento: ‘¡Maravilloso! Ya me has dado un heredero y un repuesto; he cumplido con mi trabajo’. Una broma, es de suponer. Por otro lado, se cuenta que, a los pocos minutos de soltar esa cumbre de la comedia, mi padre salió a reunirse con su novia, con que… entre broma y broma, la verdad asoma» (páginas 26 y 27 de En la sombra del Príncipe Harry. Editorial Plaza y Janes).
El párrafo precedente sintetiza el estímulo turbulento que ha inspirado al segundogénito hijo del rey Carlos III de Inglaterra a pedir que el célebre periodista J.R. Moehringer le escribiera en primera persona un texto biográfico que se ha convertido en un ariete para asaltar el blindaje de la familia real británica. Moehringer no es un cualquiera. En el año 2000 recibió el Premio Pulitzer y fue también el redactor de la biografía del tenista André Agassi y del fundador de Nike. Cobra altos honorarios, pero, al menos en el caso de En la sombra, se los ha ganado a pulmón: biografiar a quien no tiene una trayectoria vital relevante, un hombre que no llega a la cuarentena (Londres, 15 de septiembre de 1984) —más allá de su condición de príncipe—, acumula méritos. La obra —pirateada sin remedio y trasmitida por la aplicación WhatsApp al universo mundo— ha sido un encargo de Harry y Meghan que, además de procurarles una veintena de millones de dólares de anticipo, resulta un ajuste de cuentas familiar extremadamente vulgar, pero, al mismo tiempo, agudamente dañino, más que para los Windsor, para la Corona británica y, por lo tanto, al Reino Unido.
Contra la Corona y contra el Estado
Porque este episodio del matrimonio principesco de Harry y la actriz norteamericana Meghan Markle no es una historia de revista glamurosa. Es un relato de política dura y de envergadura cuyos protagonistas, por desavisados que sean, no pueden desconocer. Es una agresión a algo diferente a una familia real; es una embestida contra la Corona británica en uno de sus momentos más críticos: en el paréntesis temporal entre el fallecimiento de Isabel II el pasado 8 de septiembre, tras setenta años de reinado, y la coronación de Carlos III, su hijo, prevista para el próximo seis de mayo.
Este interregno era el que el nuevo Rey precisaba para aumentar su no voluminosa popularidad entre los británicos y redimir sus excentricidades ofreciendo sus mejores hechuras como monarca de un país en una profunda crisis de identidad que su hijo menor ha contribuido a ahondar. La Corona británica no caerá por lo que han dicho, escrito y hecho los Duques de Sussex, pero sí contribuirá a la polémica siempre aplazada en el Reino Unido sobre la significación y dimensiones de la monarquía, cuyo titular comparte con el parlamento de Westminster la soberanía constitucional.
A diferencia de otras monarquías parlamentarias, la británica es el Estado. En palabras del constitucionalista Luis Gordillo Pérez: «Al carecer de un concepto de Estado como el propio de los países del continente, la Corona es, en realidad, un centro de imputación de actos del poder. La identificación de la Corona con el Estado es tal que no solamente se sitúa a la cabeza de los órganos constitucionales, integrándose así en el ámbito público, sino que además es muy habitual ceder la presidencia de instituciones privadas de utilidad pública a la Corona o miembros de la familia real. Esta identificación de la sociedad con la Corona y de esta, a su vez, con la nación, recuerda en parte el plebiscito de todos los días con el que Renan caracterizaba el concepto de nación, algo inmaterial, más bien simbólico, cuya existencia se percibe, pero cuya continuidad depende de la aceptación continua y permanente de los ciudadanos».
De ahí que el príncipe Harry no haya agredido solo a su familia. Lo ha hecho al Estado al desvelar una realidad que es bien sabida por los expertos en la materia: las familias reales son irreales porque no son una comunidad de afectos sino un colectivo de consanguinidad cuyo principal instinto es la continuidad cómplice con la sociedad a la que pretenden representar. El desvelamiento de sus flaquezas, de sus vulgaridades, realizado por unos de sus miembros más prominentes, implica una alteración sustancial de las reglas de funcionamiento de la comunidad familiar y un debilitamiento —de forma muy particular en el Reino Unido— del propio Estado.
El populismo del príncipe
Harry —Harold, tal y como a él se dirigía su hermano Guillermo— es un producto de este tiempo histórico. Valentí Puig, periodista y escritor, corresponsal en Londres durante los años noventa del pasado siglo y buen conocedor de la sociedad y la política británicas, atribuye a este episodio el valor «de un síntoma«. Cree que se trata de un «emocionalismo populista» del príncipe en el contexto de una sociedad en crisis presidida por el traumatismo del Brexit, la banalidad de Cameron al abrir el melón de la eventual independencia de Escocia y «las payasadas de Boris Johnson» que han degradado al partido conservador. Puig cree que las clases medias acomodadas del Reino Unido eran —con la aristocracia— el gran baluarte de la monarquía, pero ahora «se han proletarizado, se han empobrecido». Emergen, de nuevo con más fuerza, los tabloides sensacionalistas que han localizado, de siempre, en la familia real sus mejores historias, unos medios con los que los Windsor han tenido relaciones discontinuas: a veces tormentosas, a veces calmadas. La familia real británica, sin embargo, ha desarrollado determinados argumentarios para mantener su privacidad: «No quejarse, no dar explicaciones». Ahora bien, en Buckingham tampoco se quedan quietos. Disponen de terminales subterráneas para minar el terreno a Harry: de momento ya han lanzado que él y su mujer estaban sometidos a tratamiento de un terapeuta (¿psicólogo?) que le orientaría en su toma de decisiones.
En otras palabras: ante las coyunturas críticas, el criterio de Isabel II fue la discreción y el silencio. Sin embargo, para Puig esta crisis es «más peligrosa y tortuosa» que la que supuso el divorcio y fallecimiento de Diana Spencer, porque, aunque puso en la picota a la familia real, no llegó al grado de explicitud de su hijo Harry, que rompe los lazos filiales y los fraternales, es decir con el Rey y con el heredero de la Corona sobre los que vierte imputaciones que son susceptibles de erosionar su reputación y, por consiguiente, de la institución. Valentí Puig constata también el riesgo de que el Rey Carlos III carece del «estoicismo de su madre».
La reacción mediática y política
La advertencia de The Economist de que la autobiografía de Harry es «poco recomendable» refleja el estado de opinión más generalizado en el Reino Unido. En uno de sus textos sobre Gran Bretaña, titulado con un reproche al libro del príncipe, se afirma que la obra «es un error de cálculo» y añade que Harry «es de suponer que esperaba liberarse escribiendo sus memorias. Pero la jaula no está construida por la realeza, sino por los ojos del público. Al revelar tanto, lo único que ha hecho es acercar los barrotes. La Firma [referencia a la familia real], le habría impedido elaborar un libro como este y hacerlo habría sido un servicio» [se entiende que al país]. El texto de The Economist tiene mucho fondo porque advierte al príncipe de que su familia no es como es por su propia decisión, sino porque los británicos quieren que sea así y no desean en una mayoría abrumadora que corrompa su imagen litúrgica.
«La jaula no está construida por la realeza, sino por los ojos del público. Al revelar tanto, lo único que ha hecho es acercar los barrotes»
En una tribuna en la sección de opinión de The New York Times, la hija del Ronald Reagan, que firma con el apellido auténtico de su padre —Patti Davis—, escritora y actriz, se refiere a «El príncipe Harry y el valor del silencio«. Ella describe su desolación y arrepentimiento por haber escrito sobre su padre y su familia cuando debió, cree ahora, callar. «El silencio te da espacio, te da distancia y te permite analizar tus experiencias de forma más completa, sin la tentación de igualar el marcador. En los próximos años, puede que Harry mire hacia atrás como yo lo hice y desee no haber dicho lo que dijo. He aprendido —continúa— algo más sobre la verdad: no todas las verdades tienen que contarse al mundo entero […] Harry parece haber operado bajo el dictado de que el silencio no es una opción. Y yo, respetuosamente, le sugeriría que sí lo es». The Wall Street Journal tampoco se ha quedado atrás y el jueves pasado publicó un análisis de Peggy Noonan titulado La media locura del príncipe Harry.
Estos textos son referencia de que los medios de comunicación más serios han recogido el episodio de Harry y Meghan no como una historia insolvente, sino como un acontecimiento de derivaciones políticas serias. Que se traducirán con un apartamiento definitivo del matrimonio y de sus hijos de la familia real. Carlos III tiene que tomar la decisión sobre la presencia de su hijo y de su nuera en la ceremonia de Coronación. Pero sí ha tomado ya otras determinaciones. En noviembre, mucho antes de que se proyectase la serie documental de Harry y su esposa y de la distribución de su libro —asuntos de los que la familia real estaba informada— dirigió al Parlamento esta comunicación: «Para garantizar la continua eficiencia de los asuntos públicos cuando no estoy disponible, como cuando estoy desempeñando funciones oficiales en el extranjero, confirmo que me satisfaría, si el Parlamento lo considera conveniente, que el número de personas que pueden ser llamadas a actuar como Consejeros de Estado según los términos de las leyes de Regencia de 1937 a 1953 incluya a mi hermana y a mi hermano, la Princesa Real y el Conde de Wessex y Forfar, quienes ya anteriormente asumieron este papel». En otras palabras, sin apartar a su hermano Andrés, sancionado por la familia por sus andanzas con el depredador sexual Jeffrey Epstein, y sin aludir a su hijo Harry, deposita el honor y la carga de su suplencia no solo en la reina consorte y en el Príncipe de Gales, sino también en sus hermanos Ana y Eduardo.
No han faltado peticiones de personalidades políticas para que Harry sea desposeído del título y excluido de la línea sucesoria
Aunque los duques de Sussex han sido desposeídos del tratamiento protocolario y excluidos de la lista civil que distribuye el Rey, y han dejado de tener cualquier tipo de relevancia en la vida pública británica, no han faltado peticiones de personalidades políticas para que el hijo del menor del Rey sea desposeído del título y excluido de la línea sucesoria. Otros medios han rememorado las crisis de la monarquía en 1936, cuando Eduardo VIII abdicó para casarse con Wallis Simpson y salió del país —a instancias de su hermano el rey Jorge VI— para no volver. Murió en Francia. Su sobrina Isabel II le visitó, ya enfermo, pero la reina le negó el regreso a Londres, aunque fue enterrado allí después de una ceremonia funeraria.
Por lo demás, los británicos, según las encuestas publicadas, están profundamente divididos sobre la verosimilitud de las acusaciones de Harry y su esposa, en particular sobre sus prejuicios racistas porque, a fin de cuentas, el primer ministro del Reino Unido es de origen hindú —Rishi Sunak— y el alcalde de la ciudad de Londres, pakistaní —Sadiq Khan—. Pero esta acusación afecta muy seriamente a la familia real por el hecho de que el Rey es la cabeza de la Comunidad de Naciones que es multirracial y, tras la muerte de Isabel II, es uno de los entramados post imperiales cuya cohesión peligra, especialmente en los países más desarrollados que siguen teniendo como jefe del Estado al monarca británico (Canadá, Australia, Nueva Zelanda). Un corresponsal británico en España —que prefiere no ser identificado— reconoce que esta acusación, y la imagen deteriorada del príncipe de Gales, son los aspectos «más dolorosos para la nación de todos otros asuntos abordados por Harry en su libro y en sus declaraciones».
Reducir la familia real
Carlos III tendrá que resolver este asunto a través de medidas indirectas. La más accesible es la reducción drástica de la familia real, como hizo Felipe VI en España. Aquí solo la forman los reyes, sus dos hijas y los reyes eméritos. De ellos cobran emolumentos presupuestarios el Rey, la Reina consorte y la madre del Rey. La asignación a Juan Carlos I está suspendida por su hijo desde 2020 y la princesa Leonor y la infanta Sofía todavía no la perciben. Por otra parte, la familia del Rey (sus hermanas, sobrinos…) no tiene papel institucional alguno, aunque las infantas por sí y sus hijos no hayan renunciado a los derechos sucesorios que les atribuye la Constitución.
«Demasiada gente en el balcón de Buckingham» es la expresión de un profesor de Eton —donde estudió el príncipe Harry— que suscribiría la necesidad de reducir la pléyade de títulos, relevancias sociales y cobros presupuestarios de una familia que, al extenderse mediante matrimonios, muchos de ellos frustrados, queda más expuesta al escrutinio público. En la línea de reducir la familia real se ha movido recientemente la reina Margarita de Dinamarca al retirar a sus nietos, hijos de su hijo Joaquín, el título de príncipes. Hay que achicar, pues, las dimensiones de la diana familiar para que sea más difícil que le impacten las invectivas —ciertas o no— de sus adversarios y de sus propios miembros disidentes.