Hace tiempo, señor fiscal, que no le escribo. Con ésta de hoy son dos las veces que lo hago. La primera fue, también en este periódico, en diciembre del año pasado a propósito del informe del Consejo General del Poder Judicial que consideró que sus antecedentes políticos no eran la mejor carta de presentación para el cargo que ocupa ni, por tanto, garantizaban la imagen de autonomía e imparcialidad que el puesto exige. O sea, una declaración de ineptitud en toda regla.
Dicho lo cual, reconocerá, don Álvaro, que sigue usted en la cuesta arriba del escándalo, hasta el punto de que comentar todos los casos que se le acumulan es tarea complicada, pues lo más probable es que un nuevo y truculento episodio habrá protagonizado antes de terminar la última noticia judicial del día. Sin ir muy lejos, ahí están los tres sucesos de la semana pasada que le han tenido como figura estelar. Desde el inaudito recurso de apelación interpuesto contra el auto del Juzgado de Instrucción número 41 de Madrid que acordó la incoación de diligencias en un asunto en el que la mujer del presidente del Gobierno figura como investigada y que mereció el rechazo de la Audiencia Provincial de Madrid en términos tan contundentes como que su recurso podría llevar a lagunas de impunidad, hasta la temeraria e insólita recusación formulada por usted contra los cuatro magistrados del Tribunal Supremo que resolverán el recurso contra su nombramiento y que fue rechazada de plano por ser «manifiestamente extemporánea» y por la «endeblez y escasa consistencia» de los argumentos.
Esto, don Álvaro, por no hablar de la responsabilidad que ha asumido en la filtración, con profusión de detalles, de las comunicaciones mantenidas entre el fiscal y el abogado defensor de un ciudadano llamado Alberto González a quien se acusa de dos delitos contra la Hacienda Pública y en el que concurre la circunstancia de ser el novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid. O de su tozuda oposición a la inapelable tesis de los cuatro fiscales de Sala que de forma impecable intervinieron y siguen haciéndolo, en defensa de la legalidad y el orden constitucional en el juicio por los hechos ocurridos en Cataluña en octubre de 2017, al considerar que la Ley de Amnistía aprobada por el Pleno del Congreso el pasado jueves, aparte de arbitraria, no es aplicable a los delitos de malversación porque la propia norma excluye de forma patente los supuestos que afectan a los intereses financieros de la Unión Europea y supuso un enriquecimiento personal y beneficio patrimonial para los exmiembros del gobierno de la Generalitat, empezando por Puigdemont.
Usted sabe tan bien como yo que un fiscal general del Estado sumiso al Gobierno que lo nombra es una aberración. Un fiscal es esclavo sólo de la ley y esto desgraciadamente, en su caso, no es así
Ante estos sucesos, se me ocurre, don Álvaro, que acaso fuera interesante bucear en las verdaderas causas de su situación y preguntarle dónde cree usted que se encuentra la raíz de lo que le está pasando. Mas antes de que me responda, si es que tuviera a bien hacerlo, permítame anticiparle que para mí el motivo principal reside en que usted es un fiscal político en el sentido de un fiscal deformado disfuncionalmente de la figura del fiscal constitucional y que, precisamente por esto, el meollo de la cuestión se encuentra en el reproche que le dirigió el Tribunal Supremo cuando, al revocar el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal de Sala y de Derechos Humanos y Memoria Democrática Histórica, dijo de usted que había incurrido en el «vicio de desviación de poder».
Verá, señor García Ortiz, si la independencia de un fiscal reside en el principio de imparcialidad y sujeción al de legalidad, quizá tendría usted que reconocer que no ofrece indicios de serlo, pese al afán que ponga en la búsqueda, que, para serle sincero, no me parece que sea mucho. Y es que, al margen de la libertad de cada uno para tener sus propias ideas políticas, no me negará que las suyas son excesivas y que, incluso, hace un constante y descarado exhibicionismo de ellas. Porque, no obstante reconocer que el cargo tiene dificultades, también sostengo y confío en que esté de acuerdo conmigo, que lo que no debe hacer un fiscal general de Estado es comportarse como acólito de nadie, para lo cual se necesita muy poco: independencia. Usted sabe tan bien como yo que un fiscal general del Estado sumiso al Gobierno que lo nombra es una aberración. Un fiscal es esclavo sólo de la ley y esto desgraciadamente, en su caso, no es así.
Un fiscal entregado al Gobierno que lo nombró
En fin, don Álvaro, termino. Lo hago de forma distinta a como hice en la primera carta. Mucho me temo que cuando por jubilación o, por cualquier otra circunstancia, abandone el escalafón de la carrera, donde hay magníficos fiscales, el recuerdo que dejará usted será el de un fiscal general entregado al Gobierno que lo nombró. El tiempo dirá si estoy o no en lo cierto, pero creo que su designación no fue un buen paso al carecer de las condiciones requeridas. Sobre usted, desde los inicios del mandato, ha gravitado la sospecha fundada de su incapacidad para dar vida al modelo de fiscal imparcial, pieza clave del Estado de Derecho. Lamento escribirlo, pero es el vivo ejemplo de lo lejos que se puede estar de aquella idea de Platón cuando en una de sus Leyes sentencia que «la acusación pública vela por los ciudadanos: ella actúa y estos están tranquilos».
¿Hasta cuándo, don Álvaro?