Francesc de Carreras-El Confidencial
- Estas finalidades muestran que los fines de la ley no son ni la historia ni tan siquiera la memoria, sino la propaganda y el adoctrinamiento
No crean los lectores que he estudiado con detención el Proyecto de Ley de Memoria Democrática cuya tramitación parlamentaria está en su fase final. El masoquismo no es uno de mis vicios preferidos, perder el tiempo tampoco.
Piensen que tal proyecto ocupa 51 apretadas páginas del Boletín Oficial de las Cortes Generales, 14 páginas el preámbulo y 37 el articulado, consta de 65 largos y enrevesados artículos, 17 disposiciones adicionales, dos transitorias, una derogatoria y siete finales. Una mirada rápida a la intención de tal ley, así como algunas de sus concreciones legales, han bastado para darme cuenta de lo que ya me imaginaba: el Estado quiere dictarnos la historia oficial que le interese, a eso le han llamado hasta ahora «memoria histórica», hoy el nombre ha cambiado y se denomina «memoria democrática». Igual de lo mismo.
Además, no lo disimulan. Al final del segundo apartado del farragoso preámbulo establecen con claridad los objetivos de la ley: 1º. «Fomentar el conocimiento de las etapas democráticas de nuestra historia y de todas aquellas figuras individuales y movimientos colectivos que fueron construyendo progresivamente la nueva cultura democrática que permitió llegar a los acuerdos de la Constitución de 1978 (…)». 2º. «Preservar y mantener las memorias de las víctimas de la guerra y la dictadura franquista a través del conocimiento de la verdad, como un derecho de las víctimas (…) y un deber de memoria de los poderes públicos».
Estas finalidades muestran que los fines de la ley no son ni la historia ni tan siquiera la memoria, sino la propaganda y el adoctrinamiento. Intentemos descifrar el significado de estos términos.
El debate ya se produjo antes de aprobar la ley anterior, la de 2007, que esta nueva ley deroga, aunque, paradójicamente, dice que es válida. Ahí hubo un gran esfuerzo por parte de prestigiosos historiadores —algunos del ámbito de la izquierda, y Santos Juliá, con gran valentía y honestidad, ejerció desde este sector una influencia especial— en rebajar las intenciones de la ley.
Por lo visto quedaba pendiente lo que allí no se aprobó y, dado que en estos momentos no tenemos otras preocupaciones urgentes (por lo visto no hay problemas con la inflación, tampoco con la energía, la deuda pública está en mínimos, la guerra de Ucrania apenas repercute en nuestro país, las pensiones estarán indexadas al IPC, etc.), nos dedicamos a completar aquella norma inacabada e, incluso, nos preocupan los delitos de lesa historia cometidos tras la aprobación de la Constitución hasta el 31 de diciembre de 1983, una fecha extraña e inexplicada. Como decía el domingo pasado, el empeño de Pedro Sánchez en perder las próximas elecciones es uno de los secretos mejor guardados de la actualidad.
En todo caso, ya hubo debate en torno a la ley anterior, cuyas conclusiones recoge bien José Álvarez Junco en su último libro —’Qué hacer con un pasado sucio’— al resumir al comienzo del capítulo 10 los planteamientos de Santos Juliá, su fraternal amigo, desgraciadamente fallecido. «Historia’ y ‘memoria’ —dice Álvarez Junco— son dos términos que se refieren a fenómenos radicalmente diferentes (…). La historia es una disciplina racional, crítica, que compara, por principio, versiones opuestas; la memoria es más personal, más espiritual, más cargada de emociones. La historia busca la verdad (…), es una tarea de estudio, de documentación, de lectura, y aspira a dejar de lado las pasiones; la memoria, por el contrario, es cuestión de política, de celebración, de voluntad y tiene que ver con la relación del sujeto con su propio pasado, un tiempo ya ido que evoca con nostalgia, con pesadumbre o con irritación».
En definitiva, ambos conceptos, historia y memoria, pueden utilizarse siempre que se consideren conceptos distintos porque pretenden fines diferentes: la historia busca la verdad, siempre provisional, pero a la que se llega por procedimientos de investigación, objetivos y diversos, previamente justificados; la memoria, en cambio, es subjetiva, parcial e individual, es lo que recuerdan los protagonistas o testigos de un acontecimiento, puede ser fuente de la historia siempre que uno sea consciente de que está connotada por los sentimientos y las pasiones. Así pues, son conceptos dispares y cuya utilización es legítima, aunque corren el peligro de falsearse si se mezclan indebidamente.
Es el caso de la memoria democrática en la ley que comentamos. Primero, la memoria, siempre subjetiva, no puede fomentar el conocimiento de la verdad, ello es tarea de la historia; segundo, la historia la elaboran los historiadores de acuerdo con las reglas de un método prefijado, no es tarea de políticos o funcionarios; tercero, la memoria no es colectiva, sino individual, tampoco puede ser solo «democrática» porque la democracia solo puede entenderse en su lucha dialéctica con la autocracia.
Hace unos años, alarmados por esta creciente confusión posmoderna entre historia y memoria, un grupo de 18 prestigiosos historiadores europeos lanzaron un manifiesto al que denominaron ‘Appel de Blois’ (véase el texto completo y las firmas en ‘Le Monde’ del 11 de octubre de 2008). Entre ellos destacaban Carlo Guinzburg, Jacques Le Goff, Eric Hobsbawm, Hélène Carrère d’Encausse, Heinrich August Winkler o el español Rafael Valls Montes, catedrático de Didáctica de la Historia en la Universidad de Valencia, entre otros.
Las ideas substanciales de esta «Llamada» estaban expresadas en pocos párrafos. «La historia no debe ser esclava de la actualidad ni escribirse al dictado de memorias concurrentes. En un Estado libre, no es competencia de ninguna autoridad política definir la verdad histórica y restringir la libertad del historiador bajo la amenaza de sanciones penales. (…) A los responsables políticos les pedimos ser conscientes de que si a ellos les corresponde mantener la memoria colectiva, no deben instituir, por ley y para el pasado, verdades de Estado cuya aplicación judicial pueden comportar consecuencias graves para la profesión de historiador y la libertad intelectual en general. En democracia, la libertad para la Historia es la libertad de todos».
La lección a extraer de todo ello es que siempre hay que desconfiar de una historia dirigida desde el poder político. Aprendí a desconfiar de la historia dictada por el poder en las clases de la asignatura de Formación del Espíritu Nacional que se estudiaba en el Bachillerato franquista. Me temo que la memoria histórica que ahora se propugna —porque la ley establece que debe extenderse a la enseñanza— será equivalente a la que se explicaba en aquella asignatura. Los héroes ya no serán el mítico Viriato ni “el Estudiante Caído”, un joven falangista asesinado durante la República que creo recordar se llamaba Matías Montero. Los héroes serán otros.
Pero no será ni memoria, ni historia. Será tergiversación y adoctrinamiento. ¿Memoria común?, tal como dice la ley. La memoria es individual, la historia la deben escribir los historiadores. El poder político debe limitarse a garantizar, por un lado, la libertad de pensamiento y de expresión para que los ciudadanos podamos construir nuestra propia memoria y, por otro, la libertad de investigación y de cátedra para que los historiadores puedan realizar su trabajo profesional. Lo demás es propaganda encubierta.
Por favor, que no se entrometan los poderes públicos en todo, hasta en nuestra memoria. El papá Estado no debe ocuparse en hacernos el bien, sino, simplemente, en proteger nuestra libertad.