José Luis Zubizarreta-El Correo
- La política de estéril ensimismamiento que vive el país despertará a la realidad sacudida por los conflictos mundiales que nos acechan
Seis días habrán bastado para que quien creyera que pasar la página del calendario era como franquear una falla que separa dos mundos, uno que se despide atestado de desgracias y otro que nos acoge rebosante de promesas, se haya percatado del error de su creencia. Lo dijo el viejo Qohelet: «¿Qué es lo que antes fue? Lo mismo que habrá de ser. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que habrá de hacerse. Nada es nuevo bajo el sol». Y, en verdad, el nuevo año lo hemos encontrado tal como dejamos el viejo. En lo que a la política se refiere, que es de lo que esto va, la banalidad discursiva que escuchábamos en el pasado es la misma que resuena al pasar la página del calendario. Idénticas las penas y ni una promesa de novedad.
Además, esta primera semana, aparte de repetir lo que vivimos el pasado año, ha escrito el preludio de lo que promete ser lo que aún queda del que acaba de empezar. El repugnante espectáculo del pelele apaleado con que un escaso centenar de impresentables inauguró el nuevo año ha servido para que los dos grandes partidos del país vuelvan a la costumbre de enzarzarse en una de sus viejas trifulcas barriobajeras sobre cuál de los dos es culpable del espectáculo organizado por un tercero. Y no hay modo de saberlo. Todo lo que uno hace en el presente ha sido ya hecho por el otro en el pasado. Lo mismo ocurre con el otro, por así llamarlo, debate que ha ocupado la semana. Resulta ahora que el diálogo que un par de representantes del PP mantuvo en Barcelona con otros tantos de Junts se usa para justificar las negociaciones que el del PSOE celebró con Puigdemont en Ginebra. ¡Como si de lo mismo se tratara! Y no se les cae la cara de vergüenza. Pero nada es siquiera lo que parece. Todo son tácticas de distracción que sólo sirven para desgastar al rival y alejar la vista del ciudadano de lo que realmente importa: la sustancia de los hechos que definirán la legislatura. La degradación que sufre la política, sea cual sea la mano que la mece, y su sustitución por un sucedáneo al que hasta el nombre de política le viene ancho son el precio a pagar por comportamientos tan sonrojantes.
Todo es además improvisado y a salto de mata. Lo mismo propone el PP una atropellada e irreflexiva disolución de los partidos que convoquen un referéndum o declaren la independencia, sin pensar en su constitucionalidad ni en la suficiencia de los medios legales y judiciales ya existentes para impedirlo, como apela el PSOE a la judicialización de conductas que afectan a la libertad de expresión mientras se suma a proposiciones de ley que sus aliados y socios registran en la Cámara para desjudicializar las mismas y otras de similar naturaleza, pero de aún mayor gravedad. En lugar de defender lo que cada uno propone, se prefiere la táctica de ocultamiento de lo propio para cargar sobre las espaldas del otro hasta los errores que uno mismo comete. Con el uso, además, de armas de destrucción masiva en vez de drones de precisión. ‘Manca finezza’, dijo Andreotti echando a faltar en la política española lo que a él le sobraba. Todo es, pues, un despropósito que anuncia un año de sobresaltos que nos hará añorar los que nos mantuvieron en vilo el que acabamos de dejar atrás.
Y, para colmo, toda esta banal palabrería del discurso político que se nos obliga a escuchar se produce, del modo más irresponsable que imaginar quepa, en un momento en que cuanto nos rodea en el mundo amenaza con explotar en una conflagración que no por ajena en sus causas y lejana en su localización dejará de afectarnos en los más íntimos aspectos de la vida diaria. Relegada Ucrania -¡ay!- a un segundo plano de nuestra atención y ayuda, el conflicto entre Israel y Gaza, con la supervivencia de Palestina en juego, amenaza con acabar extendiéndose a unos extremos cuyos límites no podemos aún imaginar, pero que, de un modo u otro, nos atraparán dentro de sus confines. Su gravedad nos entra día a día por los ojos a través de las imágenes de la televisión y se deja valorar por las crónicas y opiniones que se publican en otros medios, pero su repercusión para el orden internacional y nuestro bienestar no ha entrado aún a formar parte de la conversación pública del país. Hora es de que lo haga. Sólo el espanto podrá lograr lo que la responsabilidad no logra: que la política del país despierte de su estéril ensimismamiento y comience a dialogar y a entenderse a partir de la toma de conciencia de los graves problemas que nos acechan.