ABC-JON JUARISTI
El antiliberalismo refuerza al antisemitismo en los algoritmos del odio
NO uso Twitter. Escarmenté en una cabeza ajena: la del añorado Pontífice Benedicto XVI, al que la curia romana trató de imponer el recurso habitual a la aplicación de marras, como se dice ahora. El Papa Ratzinger reconoció de inmediato en ella a la Bestia apocalíptica, con sus miríadas de cabezas (los «testículos del Anticristo» a los que se refirió en su día Beato de Liébana) y, tras comprobar horrorizado que la fortaleza estaba tomada, dimitió para no ser un juguete en manos del enemigo, que, en su caso, sería nada menos que el Enemigo.
No uso Twitter, pero mi hijo menor suele informarme de lo que cuelgan mis haters, o sea, mis odiadores, que los tengo bastante fieles. Por lo que he podido intuir, el hater es algo distinto a un mero adicto al odio. Se trata de una especie de funcionario, o más bien de una función de la Red, impersonal y banalizada (la Red ha consumado la banalización del mal que apuntaba en los totalitarismos del pasado siglo, sostenidos por millones de funcionarios del asesinato y delatores anónimos, odiadores sin pasión, odiadores a distancia). El hater poco o nada sabe de ti. No te conoce. Es una función, una parte infinitesimal del algoritmo. Si se muere, tú ni te enteras. Por lo general no se entera nadie, ni su padre (al que tampoco suele conocer). Su identidad se agota en la de testículo del Anticristo o, como Cela habría dicho y dijo, sobreinterpretando a Beato, cojón del Anticristo. En realidad, testículo vale por «cabecita», o por cabecilla. O por caudillo (en sentido argentino y borgesiano: un matón de barrio).
Si no asomas el morro, el hater no muerde. Su función principal es inhibirte, disuadirte, atemorizarte (o acojonarte, que diría Cela). Si cedes, no pasa nada. Se olvida de que existes. Pero ay de ti si lo asomas. Entonces, si lo asomas, el hater convoca a la jauría, llama al linchamiento. Es lo que han hecho, por ejemplo, con Alain Finkielkraut, el pasado 23 de abril en la Facultad de Sciences Po de París, cuando el filósofo intentó hablar en la misma, invitado por una asociación de estudiantes liberales. Nada que no conozcamos de sobra por estos lares, pero que en Francia no se daba desde el sesenta y ocho: la turba de los sedicentes estudiantes de izquierda movilizada por los haters contra el intelectual independiente, judío y liberal. Lo de judío y liberal es importante. Pertinente, diría yo. Más que ser hombre o mujer (las liberales son tan linchables como los liberales para la turba feminista de la izquierda: piénsese en Rosa Díez, Inés Arrimadas, Cayetana Álvarez de Toledo o Maite Pagazaurtundúa). Pero si además eres judío o judía, las masas salivan como perras de Pavlov, azuzadas por el antisemitismo de los odiadores.
Así lleva sucediendo en México desde hace bastantes meses con otro gran intelectual independiente (o público, según la terminología mexicana), Enrique Krauze. Como observa Christopher Domínguez en el último número de «Letras Libres», no sólo la deslealtad de los intelectuales de izquierda con la democracia explica las campañas de odio contra Krauze. Hay que tener asimismo en cuenta «un probado componente antisemita», que es el que gestionan y administran los haters. Lo mismo pasó en Venezuela, en tiempos de Chávez y Norberto Cerosole, su asesor peronista. El antisemitismo forma parte imprescindible del algoritmo del odio desde que se inventó la Red. El antiliberalismo –o iliberalismo– se le ha unido en plena ofensiva populista contra la democracia, pues el liberalismo, como observa Christopher Domínguez, se define como lealtad a la democracia, «incluso cuando vence un candidato que la pone en riesgo». Como en España, sin ir más lejos.