Ignacio Camacho-ABC
- Los ciudadanos asisten estupefactos a la devastadora ausencia de un liderazgo en condiciones de enfrentarse al caos
La sociedad civil se ha volcado en Valencia con tanto entusiasmo que las autoridades han tenido que pedir a los colaboradores espontáneos que no estorben el paso urgente de los vehículos de transporte. Cabe preguntarse cómo es que la gente común ha llegado antes que los servicios de las instituciones, y la respuesta es que, a diferencia de los cuerpos de uniforme, los voluntarios no necesitan órdenes. Es ya un clamor la pasividad oficial para movilizar a policías, bomberos y sobre todo militares, que disponen de medios eficaces y de la capacidad operativa y logística exigida por los descomunales estragos del desastre. El Ejército está preparado –y ansioso– para actuar cuanto antes pero nadie entiende la razón por la que sus mandos políticos escatiman su presencia en esas calles cubiertas de barro y aún sembradas de cadáveres donde la población se desespera por falta de ayuda en las tareas de limpieza y rescate. Entre el desánimo, la impotencia y la ira, cunde en la región devastada una sensación de abandono, de incuria, de lacerante dejación de responsabilidades.
La resistencia del Gobierno a decretar el estado de alarma resulta incomprensible a la vista de esta exhibición de inoperancia. El presidente dejó pasar ayer la oportunidad de convocar un Consejo de Ministros extraordinario para declarar zona catastrófica, o como se llame ahora, el territorio afectado por la riada. La sombra del escapismo de la pandemia, aquel ejercicio evasivo que la neolengua sanchista denominó cogobernanza, se proyecta sobre una Comunidad Valenciana cuyos dirigentes parecen sobrepasados por la gravedad de las circunstancias sin que el poder central demuestre suficiente voluntad solidaria. El espectáculo de descoordinación, incompetencia y lentitud provoca asombro, desconcierto e irritación en toda España; el país se ha descubierto a sí mismo expuesto a una vulnerabilidad inesperada, sin mecanismos ágiles para reaccionar a una emergencia dramática.
Las dimensiones del siniestro han puesto de relieve la existencia de un enorme agujero en el tejido organizativo del Estado. El enorme aparato administrativo se ha demostrado ineficiente, inservible, agarrotado, perdido en su propio laberinto burocrático. Los ciudadanos contemplan estupefactos la devastadora evidencia de que no hay nadie al mando en una situación necesitada de claridad en el liderazgo. La confianza en los resortes institucionales se desmorona en medio de un caos que extiende la amenaza de un fallo multiorgánico. No hay funcionalidad, ni dinamismo, ni planes, ni mucho menos una previsión estratégica; sólo una desnudez desoladora, la terrible certeza de una angustiosa fragilidad colectiva ante la tragedia. La estampa de miles de vecinos con palas enfrentándose al fango a su manera o velando a sus muertos a la puerta de sus viviendas no retrata precisamente el desarrollo de una nación moderna.