Ignacio Varela-El Confidencial
- Con la cesarización de los partidos políticos, todo cuelga de la voluntad soberana y caprichosa del estado de la relación entre dos personas: Pedro Sánchez y Pablo Casado
Si se quisiera reflejar la realidad en la ley, habría en la Constitución un artículo de este tenor: “El secretario general del PSOE y el presidente del PP designarán, a su propio arbitrio y conveniencia, todos los órganos constitucionales del Estado, sin sujeción a limitaciones de forma o plazo”.
Esas tres líneas mostrarían con precisión lo que realmente sucede. Los estudiantes de Derecho se ahorrarían la enojosa tarea de aprender un montón de chatarra doctrinal sobre la separación de poderes, los constitucionalistas sufrirían menos descifrando lo que no tiene misterio, analistas y tertulianos liberaríamos al público de toneladas de verborrea inútil y los dirigentes políticos dejarían de hacer el payaso explicando lo inexplicable.
Claro que, pensándolo bien, si todas las leyes que rigen el funcionamiento institucional del Estado se acompasaran a las prácticas nefandas que se han impuesto en la política española, estaríamos más cerca de la Libertonia de los Hermanos Marx en ‘Sopa de ganso’ que de un país serio de la Unión Europea.
Fue voluntad del constituyente encomendar al Parlamento la misión de renovar los principales órganos constitucionales cuando su mandato expirara (con una reserva no respetada respecto a 12 de los 20 miembros del Consejo General del Poder Judicial). Aquello se hizo sobre la base de varias presunciones: que el Parlamento cumpliría fielmente su obligación. Que se articularían lealmente los consensos necesarios para que esos órganos trascendentales estén sustentados por mayorías cualificadas. Que se buscaría más la independencia de esos órganos y la excelencia de sus componentes que su control político. Que la responsabilidad se impondría a la oportunidad. Y que, si todo lo anterior fallara, los presidentes de las Cámaras emplearían su autoridad para hacer efectivo el mandato constitucional.
En el caso del Tribunal Constitucional, se añadieron algunas salvedades: mandatos de nueve años para los magistrados y renovaciones periódicas por tercios. Obviamente, se trataba de desvincular el funcionamiento del tribunal de las vicisitudes electorales. Algo que se ha conseguido solo en parte, pero que, visto lo visto, habría sido saludable extender al resto de los órganos.
Todas aquellas presunciones ‘bona fide’ de los autores de la Constitución han ido saltando por los aires ante la voracidad sectaria de las cúpulas de los partidos, a las que el ejercicio de los poderes ejecutivo y legislativo les parece poco; y, sobre todo, a quienes incomodan sobremanera los controles y los límites a su voluntad irrestricta. Tanto les incomodan, que los han suprimido en sus propias organizaciones (este fin de semana asistiremos a un ejemplo consumado de apoteosis del cesarismo).
Cuando un miembro del TC o del CGPJ aplica su propio criterio, la democracia lo celebra y las cúpulas políticas rugen de indignación
La primera desnaturalización del espíritu de la Constitución sucedió cuando el primer Gobierno socialista derivó hacia un Parlamento en el que disfrutaba de mayoría aplastante la designación del CGPJ entero, con una retórica tramposa, que ha llegado hasta nuestros días, sobre la supremacía de los depositarios del voto popular.
A lo largo de los años, vino todo lo demás, paso a paso hasta desembocar en el adefesio actual. El Parlamento está en huelga de brazos caídos. Los plazos derivados del mandato de cada órgano se revientan con descaro, supeditándolos a la agenda táctica de cada partido. La creación de consensos degenera en un juego de chantajes recíprocos. Se condena a la parálisis —cuando no al colapso operativo— a órganos esenciales del poder judicial, tratando así de forzar la voluntad del adversario. El Gobierno se arroga el protagonismo de las negociaciones, suplantando a su propio grupo parlamentario. Los currículos se examinan únicamente desde el punto de vista de la fidelidad ideológica: aparecen los vetos cruzados. Se empaquetan todos los órganos en el mismo trapicheo: te cambio dos en el Tribunal de Cuentas por uno en el Constitucional y el jefe de Informativos de la televisión pública. Y todo ello se escenifica en campañas de comunicación en que los gerifaltes de cada bando se acusan mutuamente de incumplir la Constitución que ambos pisotean.
Cada vez que un miembro del Tribunal Constitucional o del CGPJ aplica su propio criterio al margen de la camiseta que le enfundaron al elegirlo, la democracia está de enhorabuena y las cúpulas políticas rugen de indignación. Aún se señala a Manuel Aragón, magistrado del TC propuesto en su día por el PSOE, como el culpable original de la insurrección catalana porque consideró que la inclusión de la palabra ‘nación’ en el preámbulo del Estatuto necesitaba una interpretación. Unos y otros trabajan para que el ejemplo no cunda, y el mensaje es inequívoco: Roma no paga traidores.
Con la cesarización de los partidos políticos, imparable desde la victoria cultural del populismo, todo cuelga de la voluntad soberana y caprichosa de dos personas. La arquitectura institucional del país depende del estado de la relación entre Pedro Sánchez y Pablo Casado, que, como ambos se complacen en exhibir, es detestable. Ellos dos, con el consentimiento de sus aliados, disponen a su antojo de los órganos del Estado —especialmente los que tienen que ver con la Justicia—. Últimamente, se los arrojan como si fueran granadas de mano.
El PP no busca otra cosa que blindar la mayoría conservadora en esos órganos, nacida de unas elecciones celebradas hace 10 años. Pero una vez que su variopinto despliegue de pretextos quedó reducido al método de elección de 12 miembros del CGPJ, el bloqueo de los demás órganos quedó desprovisto de toda base argumental. Finalmente, Casado y Sánchez han comprendido que les conviene liberar presión ambiental consintiendo la renovación del Tribunal Constitucional, el de Cuentas y el Defensor del Pueblo, y reteniendo como rehén de la polarización al que ambos consideran pieza mayor, el Consejo General del Poder Judicial.
Como este ha sido desactivado por Sánchez con una ley inicua que le prohíbe hacer su trabajo y suplir vacantes en los principales tribunales del país, la Administración de Justicia —comenzando por el Tribunal Supremo— permanecerá secuestrada hasta que los mandarines de la Moncloa y Génova decidan que es mayor para ellos el daño que el beneficio por la confiscación del gobierno de los jueces.
Las normas pueden y deben mejorarse. Pero lo que aquí falla es la nefasta cultura política de los encargados de aplicarlas, y eso tiene poco arreglo. Lo que en realidad sucede es que, en esta y en cualquier otra cosa importante que se pone en manos de estos dirigentes, la tierra se hace barro y el oro latón oxidado.