ANTONIO RIVERA-EL CORREO
- Si la pandemia no mejora a corto plazo, existe el riesgo de caer en una silenciosa depresión extendida ante la impresión de que los sacrificios no valen para nada
Conforme se acerca marzo con su primer aniversario de la pandemia en el país, la respuesta a esta se está haciendo más y más insoportable. Mi banco proponía descuentos para el día de la marmota, el 2 de febrero, y yo, ignorante, pensé que trataba de alegrar el estado de cosas. Las televisiones emiten interminables informativos de los que ha desaparecido todo lo que no sea pandemia como si ya no hubiera nada más. Se agradece incluso algún accidente meteorológico o una incursión carnavalesca al Parlamento norteamericano -mucho menos un golpe militar lejano- si sirve para introducir alguna variedad en el monotema. Hay gente que ya no ve informativos, abrumada con su insistencia en un fin del mundo servido en pequeñas y diarias dosis.
Pesan los meses, los errores, las tonterías de gobernantes y los descuidos de espabilados, la tercera ola y, sobre todo, la frustración de expectativas. La vacuna alteró la rutina y alumbró otra posibilidad, pero el cúmulo de problemas y desdichas remite el pinchazo de la mayoría a una fecha inimaginable. Y, mientras, se siguen clausurando citas. Estos días lo hicieron de nuevo los Sanfermines.
Dicen que estamos bebiendo más, aplicándonos furtivamente a las delicias del ciberespacio y acumulando más enfermedades físicas y de las otras. Nos estamos poniendo más gordos y nos estamos volviendo más locos. Se recomienda actividad física y vida interior, pero una y otra se han vuelto imposibles. Paseamos sin destino, ciertamente que como zombis, porque no hay lugar al que ir. La vida anterior, detestable, consumista, agitada y aparente, nos identificaba con su densa agenda los hitos del tiempo y del espacio, los ámbitos que soportan la existencia del ser humano, distinta de la de una gallina o una oveja. A las seis tenía que estar en tal sitio con determinada persona para hacer una cosa concreta. Y así, muchas. Si se desvanecen por el estado de anormalidad, el tiempo y el espacio son conceptos imprecisos, casi sin sentido, como caminar hacia ningún sitio. ¿A qué velocidad se va a ningún sitio cuando ya te has hartado de pasear? Si salimos de esta, valoraremos más lo que teníamos, aunque me temo que va a ser aplicándonos con fruición a experiencias desenfrenadas, como nuestros ancestros en los locos años veinte que sucedieron a su gripe de 1918.
Esto lo nota sobremanera la juventud. La gente mayor ha vivido tiempos agitados y otros calmos; ellos, solo de los primeros. Tanta paz les desasosiega, al punto de que amenazan con saltarse la contención y pasarse al viva Cartagena y que sea lo que Dios quiera. Por aquí ya vienen haciéndolo y van a continuar, porque la vanguardia del pueblo ya ha acudido solícita a respaldar su alocada causa frente a las fuerzas del mal (o del orden, que lo mismo da). Siente la alegre muchachada que se les está privando de la vida, cuando en realidad son los más mayores quienes debieran sentir ese agobio porque igual no vuelven a ver otra distinta, como la de antes.
La confianza se resiente y en esta tesitura eso resulta peligroso para todos. En casi un año de excepción ha dado tiempo para que muestren y demuestren sus incapacidades todo tipo de entidades, cada una a su nivel. En ese tiempo hemos pasado de disculpar por la novedad a soportar cada vez peor las indicaciones, órdenes y consejos. No nos vamos aún al lado oscuro de la piramidiotez, de los conspiranoicos, pero la desconfianza para con quienes tienen que llevar la organización colectiva para salir juntos de esta nos debilita extraordinariamente. A todos, no solo a ellos.
El riesgo es que se extienda la impresión de que tanto sacrificio no vale para nada. Hasta ahora estábamos en que no era resignación obediente, sino solidaridad callada y que en el otro lado el antes morir que perder la vida no era sino insensatez egoísta. Si no vemos que esto mejora, empezará (o seguirá con más intensidad) un decantamiento hacia el nihilismo difícil de atajar. En las próximas semanas se va a hacer notar con más claridad ese cambio de actitud. No me refiero a las expresiones más tumultuosas, a los rompecascos juveniles de Holanda o de Euskadi, o a las raves clandestinas de cualquier lugar. Esa será la punta del iceberg ruidosa e indolente. Pienso más en una silenciosa depresión extendida, en un encarar cada mañana sin distinguir ese día del anterior o del siguiente, en una tristeza que lo invada todo, hasta caracterizarnos.
La altura pandémica había proporcionado a su pesar un efecto positivo: ahora la enfermedad se acercaba a nosotros porque cada vez eran más los conocidos infectados. Dejaba de ser una estadística lejana y fría, una cifra tan enorme como incapaz de sensibilizarnos. Ahora ya no; por lo menos los contagiados -no digo más- son de los nuestros. Pero esa percepción, que estimula el rigor para combatir la amenaza mediante las medidas establecidas, puede no servir de nada si a corto plazo no empezamos a ver que ganamos la partida. Estamos en el momento crítico.