Ignacio Camacho-ABC
- La protesta de la izquierda contra los nuevos hospitales públicos es un autorretrato de sectarismo obtuso
Entre los notables retratos de contradicción que la izquierda se está sacando, como selfies sectarios, durante esta pandemia destaca el de la extraña oposición a los hospitales públicos que no ha abierto ella. Ha escocido en particular, hasta el punto de convertirse en obsesión política y mediática, la inauguración del Isabel Zendal en la comunidad madrileña, aunque ya se habían escuchado inexplicables críticas a la eficiente y rápida instalación en Ifema de un centro de emergencia durante la agónica oleada de primavera. Airados sindicalistas han denunciado en la tele y la prensa el presunto envenenamiento (sic) de pacientes con guisantes pasados de fecha para terminar concretando sus quejas en que los trabajadores no disponían de parking ni de (otra vez sic) cafetera. Ahora es la reapertura del antiguo Hospital Militar de Sevilla el objeto de las protestas de quienes hace quince años, cuando la responsable de la sanidad andaluza era la actual ministra de Hacienda, lo recibieron del Ministerio de Defensa para a continuación cerrarlo y abandonarlo como una reliquia inservible y decrépita. No debía de ser tan inaprovechable la herencia cuando en seis meses la ha rehabilitado la Junta gobernada por la malvada derecha. De momento, y a la espera de la rehabilitación completa, los sevillanos tienen en pleno colapso asistencial 140 camas y 25 plazas de UCI nuevas, pero los socialistas que lo dejaron vacío, destrozado y en ruinas lamentan… que se haya privatizado el servicio de limpieza.
Incluso en los siempre tortuosos mecanismos de la psicología partidista es difícil hallar un argumento capaz de explicar un enfoque tan sesgado: los paladines del Estado protector clamando contra el incremento de los recursos públicos sanitarios. Pura hemiplejía moral, porque la ideológica ya lleva mucho tiempo incorporada al cuadro mental del progresismo dogmático. Quizá todo sea en el fondo tan simple como un maniqueísmo infantil, un reduccionismo primario que construye toscas dicotomías para huir de la perturbadora complejidad del pensamiento abstracto. Desde esa placenta banderiza, a menudo nutrida mediante una nómina o un cargo, el sujeto va delegando su autonomía de juicio en el aprendizaje de un criterio prestado que determina su identidad a partir del sentido de pertenencia a un bando. El mundo queda así bien esquematizado; sólo hay que estar atento a las indicaciones del liderazgo. Y aceptar que, llegado el caso, hasta lo que el disciplinado militante aprendió a defender como bueno se vuelve malo cuando lo asume el adversario.
Entonces irrumpe un virus asesino que ataca por igual a amigos y enemigos, y tal vez un mal día a uno mismo. Y lo atienden y curan en ese maldito hospital recién construido. Menudo conflicto de principios el de entender de golpe que cuando la vida pende de un hilo carece de importancia el antagonismo político.