Javier Gómez de Liaño-Vozpópuli

 

¿De qué? Sin duda, que de muchas cosas. Para empezar, de la injusticia. Quizá me influya en esta prioridad el rechazo que siempre he sentido por ella y la convicción, acentuada a lo largo de los años, de que en la injusticia reside el origen de la mayoría de los males. El error, y me refiero al inconsciente, es un traspié; la injusticia, algo bien distinto.

Esta inicial reflexión viene a cuento de la filtración, con profusión de detalles, de las comunicaciones mantenidas entre el fiscal y el abogado defensor de un ciudadano llamado Alberto González a quien se acusa de dos delitos contra la Hacienda Pública y en el que concurre la circunstancia de ser el novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid. La verdad es que un suceso como este, de entrada, podría tomarse a título de broma siniestra y conformarnos con pensar que ¡aviados van los abogados españoles! Pero si se considera en serio, entonces el asunto es muy grave porque demuestra, para desgracia y vergüenza, propia y ajena, por qué nuestro país, también en materia de derechos fundamentales es diferente, pese a los buenos y vanos esfuerzos de jueces, abogados y fiscales para que deje de serlo alguna vez.

¿Quién hizo tal faena? ¿Quién pudo ser el responsable de esa acción ilegal? De momento, se ignora. Lo que, en cambio, sí se sabe es que las primeras sospechas recaen sobre el fiscal general del Estado. Según indicios racionales, él fue el que ordenó a la fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Madrid publicar el comunicado de marras; mandato que, al parecer, la señora fiscal acató por imperativo, si bien dejó a salvo su responsabilidad conforme establece el artículo 25 de la Ley 50/1981, de 30 de diciembre, que regula el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (EMF). Y a todo esto, por si fuera poco, con la inestimable ayuda de la Agencia Estatal de la Administración Tributaria, lo que Ignacio Ruíz-Jarabo ha calificado en este mismo diario como «el episodio de corrupción más grave que ha sucedido en la historia de la Agencia Tributaria».

El derecho de defensa, por su carácter absoluto, está protegido por un sistema de garantías reforzadas, en el sentido que el Tribunal Constitucional declaró en la sentencia 58/1998, de 16 de marzo, al señalar que «el hondo detrimento que sufre el derecho de defensa a raíz de este tipo de intervenciones se basa en la especial trascendencia instrumental que tiene el ejercicio de este derecho (…)». De ahí que, al conocer los hechos, tanto la presidenta del Consejo General de la Abogacía como el decano del Colegio de la Abogacía de Madrid, a quienes es justo reconocer el mérito de la pronta reacción, condenasen lo ocurrido y afirmasen que la actuación de la fiscalía «ponía en entredicho su neutralidad». Por duras que fueran, estas palabras me parecieron adecuadas, pues lo que venían a censurar era un comportamiento del Ministerio Fiscal, típico de estados totalitarios y despóticos. Y de ahí, igualmente, que sea coherente la presentación de la denuncia firmada por el decano señor Ribón, aunque, a decir verdad, el escrito, desde el punto de vista procesal –empezando por los destinatarios de la denuncia a los que se refiere como «ignorados miembros del Ministerio Fiscal»– no se caracterice por la perfección técnica.

En un sistema de garantías procesales plenas para que el Ministerio Público desempeñe su misión no es preciso una intromisión en la intimidad y confidencialidad de las partes. Lo único «indispensable» es respetar la ley

Nuestro ordenamiento jurídico descansa en el principio de tutela judicial efectiva y el derecho de defensa sin fisuras, incluida la confidencialidad de las comunicaciones entre abogado y cliente. Buena expresión de ello es el artículo 417 del Código Penal que contempla como hecho antijurídico que una autoridad o funcionario público revele secretos o informaciones de los que tenga conocimiento por razón de su oficio o cargo y que no deben ser divulgados. Y lo mismo hay que reseñar de los artículos 542 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, 4.5. del EMF y 21 y siguientes del Estatuto General de la Abogacía, todos en relación con el artículo 24 de la Constitución.

Acosado por el escándalo, el fiscal general del Estado, don Álvaro García Ortiz, para justificar esa intromisión orwelliana en los particulares procesales y personales del investigado y su abogado, ha echado mano del argumento exculpatorio «de que sólo se comunicaron aquellos aspectos que resultaron indispensables para defender la actuación de la Fiscalía», con lo cual, es obvio que desconocía –o se hacía el indocto– que en un sistema de garantías procesales plenas para que el Ministerio Público desempeñe su misión no es preciso una intromisión en la intimidad y confidencialidad de las partes. Lo único «indispensable» es respetar la ley.

Así es como surge lo que podríamos denominar estado de terror procesal donde los derechos fundamentales se patean por conveniencias más adjetivas que legales, justas y éticas

«Los derechos fundamentales en el proceso penal hace años que murieron. Hay que hacerse a la idea», dicen algunos. Visto el panorama y los desmanes que a menudo se cometen, puede que así sea. Sin embargo, aún son muchos los que no están dispuestos a firmar tan dramático obituario. Proteger el derecho de defensa es crucial, no sólo para la dignidad del proceso, sino también para otros bienes fundamentales; por ejemplo, la libertad. La repugnancia por hechos como los que dan pie a este comentario únicamente cedería al pasmo por la impunidad de sus autores y cómplices intelectuales y morales. Que la Fiscalía General del Estado haya podido participar en los planes antidemocráticos de un gobierno es una señal de impolítico exceso o de turbio e inadmisible colmo de males. Un fiscal, lo mismo que un juez, no puede estar al servicio de nadie ni de nada que no sea la ley y la justicia. Menos al de los maestros en el arte de aniquilar al adversario político, ni de expertos o doctores en el saqueo de los derechos básicos del ciudadano que comparece ante un juez. Así es como surge lo que podríamos denominar estado de terror procesal donde los derechos fundamentales se patean por conveniencias más adjetivas que legales, justas y éticas.

Ante lo ocurrido, no es prudente, ni inteligente, adoptar una actitud de resignación. No son los lamentos, ni las palabras las armas idóneas para combatir el mal causado, sino la fría serenidad y el firme propósito de no cejar ni un solo instante para acabar con eso que comienza llamándose trampas de mala ley y termina con el rótulo más preciso de delitos contra las garantías constitucionales.