El Constitucional ha dejado claro que la soberanía nacional reside en el pueblo español, no en el vasco, y no hay razón para pensar que no mantenga el mismo criterio si el pueblo alternativo es catalán. Tampoco parece que la bilateralidad y el pacto entre iguales que entraña vayan a tener encaje en la doctrina que emana de su última sentencia.
Recordarán ustedes la cantidad de promesas que hicieron el Gobierno y el partido que lo sostiene respecto al Estatuto de Autonomía de Cataluña desde que Zapatero provocó el delirio de Maragall y los asistentes al mitin del PSC en el Palau de Sant Jordi el 13 de noviembre de 2003, al decir: «Aceptaré el Estatuto que apruebe el Parlamento de Cataluña».
El propio Zapatero, que había salvado el proyecto del naufragio al término de su tramitación parlamentaria en septiembre de 2005, dijo el 12 de octubre de aquel año que el Estatut quedaría «limpio como una patena» a su paso por el Congreso. La noche del 21 de enero tuvo que volver a salvarlo in extremis en una negociación de tabaco y prisas con Artur Mas, realizada a espaldas del PSC y que supuso el principio del fin para Maragall.
Seis meses después, el 8 de abril de 2006, el presidente de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, Alfonso Guerra, dijo en Baracaldo a las JJSS que «al ‘plan Ibarretxe’ lo cepillamos antes de entrar en la Comisión y al otro [el Estatut] lo cepillamos como carpinteros dentro de la Comisión».
El Estatut fue aprobado en referéndum el 18 de junio con más pena que gloria. Ciertamente, con mucha más pena y bastante menos gloria que el Estatut de 1979, al que derogaba. La clase política catalana sustituyó el de Sau por un texto que sólo fue votado afirmativamente por uno de cada tres catalanes, que motivó una participación 10 puntos menor y un porcentaje de votos afirmativos inferior en 15 puntos.
Para ese resultado se habían embarcado los estatuyentes en un proyecto apabullante. Donde el Estatut del 79 tenía 57 artículos, éstos redactaron 223, o sea, 54 más que la Constitución Española. La cosa no es muy de extrañar si se tiene en cuenta que el Estatut es, para sus adeptos, el marco en el que debe interpretarse la Constitución. De ahí un articulado tan generoso que supera cualquier otra Ley Fundamental de nuestro entorno, salvo la portuguesa, que tiene 299. Vaya en su descargo que nuestros vecinos del oeste son de natural pomposo y además la elaboraron al calor de la Revolución de los claveles. La Constitución de la V República tiene 89 artículos, la Ley Fundamental de la RFA, 146; la República Italiana, 139 y Suecia, 132. La de la II República Española tenía 125.
A pesar de contar con 166 artículos más que el anterior, al vigente Estatut no le cupo ninguno como éste que incorporaba a su preámbulo el texto de 1979: «Cataluña, ejerciendo el derecho a la autonomía que la Constitución reconoce y garantiza a las nacionalidades y regiones que integran España, manifiesta su voluntad de constituirse en Comunidad Autónoma».
Es una lástima, porque un artículo como éste sí encajaría en la teoría que el Tribunal Constitucional ha explicado a Ibarretxe con bastante claridad. En su lugar, la mayoría del Parlament, con el cepillado de Guerra y el paño de limpiar patenas de Zapatero, ha hecho posible un texto que dice: «Los poderes de la Generalitat emanan del pueblo de Cataluña y se ejercen de acuerdo con lo establecido en el presente Estatuto y la Constitución». Va a ser que no. El Tribunal Constitucional ha dejado claro que la soberanía nacional reside en el pueblo español, no en el pueblo vasco, y no hay razón para pensar que no mantenga el mismo criterio si el pueblo alternativo es catalán. Tampoco parece que la bilateralidad y el pacto entre iguales que entraña vayan a tener encaje en la doctrina que emana de su última sentencia. Al Estatut todavía hay que pasarle más garlopa.
Santiago González, 15/9/2008