Antonio Rivera-El Correo

  • Como la derecha, el progresismo está cómodo con una política polarizada

El neologismo iliberal se asocia a comportamientos de una nueva derecha extrema y de un conservadurismo radicalizado. No es un antiliberalismo como el de los años de entreguerras del siglo pasado, sino una convivencia forzada de ese sector con la democracia liberal sin identificarse con ella, sin defenderla y con la intención de minar su esencia y eficacia. Son grupos o gobiernos que participan o mantienen procesos electorales típicos de ese modelo político, pero con rasgos autocráticos crecientes. No son aún antidemocráticos, pero son un problema para la democracia. Desde fuera del gobierno atacan la tolerancia y la convivencia, y desde dentro desactivan los mecanismos que aseguran su funcionamiento, como la división de poderes o el respeto a las instituciones.

Cuando se pregunta si ese iliberalismo acampa también entre las izquierdas, se confunde ese término con políticas reaccionarias o impropias de esa cultura política, como adoptar criterios ultranacionalistas (el rojipardismo, el nativismo), antiinmigración o militaristas (o pro Putin). Pero el asunto es otro y más profundo. La relación entre libertad e igualdad en la izquierda es históricamente compleja; más aún en la derecha, que llegó a hacer incompatibles ambos preceptos. La izquierda antifranquista, por ejemplo, era poco partidaria de la democracia liberal, considerada burguesa e instrumental, no como un fin en sí misma. Recientemente, la renovada izquierda extrema ha cuestionado axiomas como el respeto a las decisiones judiciales o la libertad de los medios de comunicación, argumentando que bendicen desigualdades de partida que condicionan su actividad (sentencias o resultados electorales).

Como pasa en la derecha, donde su expresión extrema y el conservadurismo radicalizado comparten agenda y progresivamente visión de los problemas y de sus soluciones, el izquierdismo ha infeccionado la socialdemocracia. Lo pone de manifiesto el presidente Sánchez con sus declaraciones, sus alianzas o su actitud ante los otros poderes o ante las instituciones de control de su propio poder. Así, su recurso reiterado al decreto ley distorsiona la relación Ejecutivo-Legislativo; su actitud con la Fiscalía del Estado hace de esta un instrumento obediente del Gobierno desprovisto de credibilidad; su desprecio a la obligación de presentar un Presupuesto desdeña el control del gasto, función estelar del Parlamento; o la colonización impúdica de los organismos públicos (radiotelevisión, CIS) y los de control de los poderes (la lucha por las mayorías en el Supremo o el Constitucional) se instala como uno de los grandes problemas de nuestra democracia.

Más recientemente, su vicepresidenta primera, María Jesús Montero, se desahogó contra la sentencia de unas juezas y puso en solfa la presunción de inocencia y el propio procedimiento judicial, lo que le costó rectificar varios días después. Aun así, no suscitó el rechazo unánime de la opinión progresista, y parte de ella se reservó la cautela de que, al fin y al cabo, expresaba la desazón por tantos años de desequilibrio en el trato de géneros. El identitarismo más contumaz (y grupal) se imponía al principio de la responsabilidad individual.

Pero es solo una muestra. Como las derechas, las izquierdas nos traen debates nuevos que reblandecen nuestra confianza en la democracia liberal. Dudan de su eficacia, cuando nadie dijo nunca que la democracia se imponga precisamente por ese argumento. Utilizan desautorizaciones morales, con lo que desactivan la deliberación política, soportada en las opiniones, que no en argumentos científicos ni en dogmas. Defienden la intolerancia contra los que identifican como enemigos, aplicándoles la cancelación. Niegan de hecho el pluralismo cuando adivinan enfrente contrarios con los que no se puede ni hablar (cordones sanitarios). Consecuencia de todo ello es su comodidad con una política polarizada donde cada facción habla y trabaja solo para los suyos. Se podría seguir.

Yerran las izquierdas si se pretenden a salvo de ser agentes de la degradación democrática que hacen algunas derechas desde el poder y fuera de él. Sánchez no es Orbán, no anula la capacidad de los jueces ni establece por ley la invisibilidad de minorías o la imposibilidad de elecciones individuales. Tampoco amenaza con una reforma electoral ejecutivista y presidencialista como Meloni, y no muestra megalomanías tipo Trump. La acusación de autócrata que le hace la derecha extrema es un constructo interesado y sin suficiente respaldo en la realidad. Pero se aprecia demasiado a menudo una despreocupación y una falta de sensibilidad para con la democracia liberal y sus valores que suscitan temor. La democracia no es ni una ciencia ni una fe. Es solo una convención social y por eso el respeto a sus formas y ritos es tan importante, porque es parte de su propia esencia.