Los más veteranos recordarán el grupo punk Las Vulpes que organizó un tremendo lío cuando interpretó en el programa que Carlos Tena tenía en TVE, “Caja de ritmos”, su tema “Me gusta ser una zorra”. La dirección de la época lo fulminó rápidamente. Estamos hablando del para muchos ya lejanísimo 1983 y tanto el grupo como sus temas – algunos con nombres como “Patada en los huevos”, “Anarkia en TV” o el diáfano “Yo les mando a la mierda” – eran coherentes con el espíritu de aquellas mujeres que se juntaron en el barrio bilbaíno de Irala y se decidieron a hacer canciones antisistema. Era un momento donde abundaban grupos como “La Banda trapera del río”, “Escorbuto crónico” o el mítico “Kaka de Lux” donde estaba nuestra querida Alaska. Guste o no guste, el punk fue un movimiento contracultural que tenía una estética, un propósito y discurso ideológico.
Ya digo, empoderamiento, presumir de zorrería, ballet gay, letra que no dice nada que atente contra el discurso imperante, en fin, oficialidad pura y dura
Ahora resulta que presentamos a Eurovisión una canción que lleva por título “Zorra”. Y en la letra, que más parece quejido de bolero que otra cosa, la protagonista dice que se ha empoderado. Ante los que se extasiarán diciendo que esto es una modernez debo decirles que nanay que se ha muerto Pichi. El tema forma parte de lo políticamente correcto en España de hoy. Ya digo, empoderamiento, presumir de zorrería, ballet gay, letra que no dice nada que atente contra el discurso imperante, en fin, oficialidad pura y dura. ¿La prueba? Ahí la tienen, la autoridad competente televisiva, en lugar de prohibirla y cargarse el programa, la promocionan, la ensalzan y hasta la llevan a Eurovisión. ¡Qué diferencia entre aquellas zorras de Las Vulpes, navajeras, contestatarias, libertarias, que escupían en plena cara del sistema, con esta zorra tan mansa, tan ad hoc, tan sumisa que le permiten incluso dormir junto a las gallinas, sabedores de que no ha de causar el menor problema.
Siempre he sostenido que la ideología woke, además de borrar la reivindicación feminista de verdad, invisibilizando a la mujer como sujeto activo, diluyéndola en medio de sexos, géneros y demás trampantojos, ha presumido de una modernidad de la que carece. Porque lo moderno es siempre sinónimo de contracorriente, de oposición a lo antiguo que se resiste a desaparecer. No hay nada merecedor de ese concepto de modernidad en el wokismo feminista que, al final, queda reducido a una casa en Galapagar, un derroche en vestidos de marca, una pelea por un quítate tú que me pongo yo, una comedia de boulevard de parejas que entran y salen y una Irene Montero que del poliamor ha pasado a decir que es muy celosa. Aclárense, señoras. O zorras o monjas, o con el sistema o en contra, o revolucionarias o pancistas.
Lo malo es que los jóvenes de ahora verán al tema como un auténtico disparo en la línea de flotación del sistema, y en su estulticia plagada de acné y videos sinsontes en TikTok no repararán en que difícilmente se puede disparar contra el statu quo cuando formas parte ese mismo sistema que pretendes cargarte. Son revolucionarios de tuit que no quieren entender que los cambios sociales no se hacen sentaditos cómodamente en el sofá de casa de tus padres entre partida y partida del Call of Duty. Me doy cuenta de que esto es hablar a las paredes, porque mi edad les hará sospechar a los jóvenes, si es que alguno me lee. Claro, se dirán, con casi sesenta y cinco años, qué va a decir este pollavieja, máximo insulto según sus escasísimas luces. Pues lo que digo, que hay zorras y zorras, y puestos a elegir me quedo con las de mi juventud, con Las Vulpes, que por lo menos tenían algo en la cabeza, aunque solo fueran ganas de cabrear a los de arriba cuyos hijos, no lo dude nadie, son quienes ahora siguen ocupando los mismos despachos de sus papás.
Y es que hay zorrerías que dan mucho de sí.