Ignacio Camacho-ABC
Existe en el País Vasco una patología política que bloquea todo cuestionamiento de la hegemonía nacionalista
Si en España las elecciones se celebran para ver qué partido gobierna con el PNV, en el País Vasco lo que se disputa es el liderazgo de la oposición al partido-guía. En el primer caso, al nacionalismo le basta con media docena de diputados cuyo apoyo alquila al candidato que aspire a formar mayoría. En el segundo simplemente ejerce el poder como una rutina porque la ley electoral establece que si no se articula una alianza en contra, la lista más votada asume la lehendakaritza. Y salvo aquel pacto de 2009 en el que el PP entregó -a cambio de nada- el Gobierno a los socialistas, éstos siempre acuden en ayuda solícita de los amos naturales de la autonomía. Quizá
llegue un momento en que se atrevan a acariciar con Podemos y Bildu una fórmula tripartita, pero por ahora no cuadran las cuentas y el blanqueamiento de los posterroristas no está completado todavía. La hegemonía jeltzale no peligra. Para el sanchismo es más útil comerle en la mano a Urkullu que intentar plantearle una alternativa.
Lo más llamativo de la situación vasca es la reputación fiable de una fuerza que sabe gobernar pero que históricamente ha demostrado ser capaz de la deslealtad más abierta. De romper (con Rajoy) un pacto recién suscrito o de firmar (en Estella) un acuerdo para dar oxígeno a ETA. Para los nacionalistas, la estabilidad es un concepto que sólo funciona a su favor y en su tierra; lo que suceda del Ebro para abajo no le interesa más que para llenar su cesto de competencias. Una actitud lógica desde su perspectiva que sin embargo cuenta con la simpatía de la izquierda, abducida por una especie de síndrome de sugestión perpetua. No es fácil de explicar la razón por la que el sedicente progresismo defensor de la igualdad cede por sistema, en Euskadi como en Cataluña, ante la insolidaria reclamación de la diferencia. Esa extraña patología política es el fenómeno que convierte en una permanente almoneda el modelo territorial de la nación moderna.
Lo llamativo del caso es que el hechizo afecta asimismo al centro-derecha, que aún ha no sabido encontrar el tono ni el modo de gestionar el fin del terrorismo, y muchos de cuyos votantes se han pasado al PNV en un reflejo acomodaticio, típico de sectores conservadores que sólo desean vivir tranquilos aunque sea formando parte de la clientela y del paisaje del caciquismo. Esta incomodidad subyace al fondo de la negociación entre el PP y Ciudadanos y de las dudas sobre la designación de un candidato. En un escenario tan complejo como el vasco es difícil encontrar sitio para un liberalismo del que los peneuvistas también se han apropiado; quizá el único método de abrirse espacio, a sabiendas de que será minoritario, resida en un discurso antinacionalista sólido y claro. Una propuesta que, sin dejar de ser moderada, no tenga miedo de parecer antipática por defender un proyecto de convivencia llamado España.